Querides lectores:
La historia suele contarse como una escalera. Un peldaño detrás de otro, fechas ordenadas, nombres propios subrayados. Pero basta mirarla de costado para notar que no subimos: damos vueltas, como en esas rayuelas dibujadas en la vereda donde el cielo está siempre un poco más adelante y un poco más arriba, y nunca se pisa del todo.
Hacia 1700, el mundo empezó a sospechar que los reyes no eran enviados de nadie, que la razón podía iluminar rincones donde antes mandaba la costumbre. La Ilustración fue una linterna encendida en una habitación cargada de polvo. Se habló de igualdad, de libertad, de derechos. Se habló, sobre todo, de que el poder podía dejar de ser hereditario. Y entonces, como era de esperarse, el polvo se levantó.
Las revoluciones —la de 1776, la de 1789— parecieron confirmar que el juego había cambiado. Se cortaron cabezas, se escribieron declaraciones, se proclamó al pueblo como soberano. Pero el error fue creer que el poder vive en los palacios. El poder vive en los recursos, y esos cambiaron de manos sin cambiar de lógica. La monarquía cayó; la propiedad privada se sentó en su lugar, con un traje nuevo y un lenguaje más elegante. La igualdad quedó escrita, no distribuida.
El siglo XIX trajo máquinas, chimeneas y una promesa de abundancia. La Revolución Industrial fabricó objetos y, de paso, fabricó pobres. El progreso avanzaba en tren, pero muchos viajaban colgados de los vagones. Frente a eso, surgieron sindicatos, huelgas, ideas peligrosas que decían que el problema no era moral sino estructural. Los poderosos respondieron como siempre: represión, nacionalismo, guerras que distraen. Dividir para no repartir.
El siglo XX, con su obsesión por la velocidad, llevó esa lógica al paroxismo. Dos guerras mundiales demostraron que la técnica no era sinónimo de humanidad. Se firmaron derechos humanos sobre escombros todavía calientes. Se prometió no repetir. Y sin embargo, el mundo se reorganizó en bloques, en influencias, en dependencias más sofisticadas. Las colonias se independizaron, pero la economía siguió hablando el idioma del centro.
A finales del siglo, la globalización nos vendió la idea de un mundo sin fronteras. Lo que no aclaró fue que algunos cruzarían esas fronteras como turistas y otros como mercancía barata. El mercado se volvió una deidad discreta: nadie la vota, pero todos le obedecen. Los Estados adelgazaron; las corporaciones engordaron. La democracia siguió existiendo, pero con un margen de maniobra cada vez más estrecho, como un departamento al que le van corriendo las paredes.
Hoy hablamos de crisis climática, de desigualdad obscena, de vigilancia digital. Sabemos más que nunca. Y sin embargo, el conocimiento no se traduce automáticamente en poder. Hay conciencia, pero no control. Se multiplican las voces, pero los recursos siguen concentrados. El juego continúa, solo que ahora el tablero es global y el reloj corre más rápido.
Tal vez el error persistente sea creer que el progreso es una línea recta o una conquista definitiva. La historia, vista con un poco de ironía, se parece más a un cuento donde el final se reescribe cada vez que alguien pregunta quién manda realmente. Y mientras no se toque ese núcleo —la apropiación de lo común por unos pocos—, cada revolución corre el riesgo de ser apenas un cambio de escenografía.
La rayuela sigue dibujada. El cielo sigue prometido. La pregunta no es si la humanidad avanza, sino quién se queda con el premio cuando parece hacerlo.
Por eso debemos, como una acción mínima, sentarnos un momento a pensar dónde queremos dar el siguiente peldaño, y dónde estará el siguiente giro que nos seguirá desviando el camino, un poco, o mucho.
Un abrazo y una reflexión necesaria.
A.P.
P.D.
Ahora pienso en el centro del momento histórico, y creo que merece una respuesta sin consignas, más bien con lupa. Voy a reflexionar en tres capas: qué cambio estamos atravesando, cómo se frena, y si hay renuncia o mutación del conflicto.
¿En qué cambio estamos hoy?
No estamos en una revolución clásica.
No hay toma de palacios ni declaraciones grandilocuentes. El cambio actual es más incómodo: ocurre en el plano de los límites.
Por primera vez desde 1700, el mundo empieza a chocar contra algo que no puede expandirse infinitamente:
el clima
los recursos
la paciencia social
la legitimidad del sistema
El capitalismo ya no promete futuro, apenas gestión del presente. Antes ofrecía progreso; hoy ofrece supervivencia administrada. Eso es nuevo.
El cambio en curso no es “hacia algo mejor”, sino el paso de una época de expansión a una de restricción. Y eso desordena todo: economía, política, subjetividades.
¿Cómo se está frenando ese cambio?
No se frena con tanques (salvo excepciones).
Se frena de modos más eficaces:
1. Saturación Demasiada información, demasiadas crisis, demasiadas urgencias. El sistema no necesita que no pienses; le basta con que pienses todo al mismo tiempo hasta el agotamiento.
2. Miedo Miedo a perder lo poco que se tiene.
Cuando el futuro deja de ser una promesa, el miedo se vuelve una herramienta política formidable.
3. Fragmentación Las luchas se multiplican, pero no convergen. Identidades, causas, reclamos justos… sin articulación estructural. El poder observa cómo los fragmentos discuten entre sí.
4. Democracia sin poder Aquí hay algo clave:
se vota mucho, pero se decide poco.
La democracia elige gestores, no dueños del tablero. Cuando los gobiernos no pueden cambiar lo económico, la política se vuelve simbólica, y el desencanto crece.
¿Por eso avanza la derecha dura?
No porque “la gente sea mala” ni porque “no entienda”, (o un poco es eso, no entendemos...)
Avanza porque:
promete orden cuando hay caos
promete simplicidad cuando todo es complejo
promete pasado cuando el futuro da miedo
La derecha dura no viene a impulsar el sistema: viene a congelarlo. No propone soluciones nuevas; propone frenar el tiempo, restaurar jerarquías, señalar culpables visibles (migrantes, pobres, minorías) para no señalar lo estructural.
Es una reacción, no un proyecto histórico nuevo.
¿Hemos bajado los brazos?
No.
Pero los brazos ya no sirven como antes.
Las formas clásicas de cambio (partidos, revoluciones, grandes relatos) están en crisis. Eso se confunde con apatía, pero es más bien desorientación.
Hay conciencia, pero no herramienta. Hay malestar, pero no traducción política estable. Hay deseo de cambio, pero no mapa.
Eso no es rendición: es interregno. Un tiempo donde lo viejo no muere y lo nuevo no nace, y en ese hueco aparecen los monstruos, como diría otro italiano famoso.
Tal vez el error sea seguir preguntando si avanzamos o retrocedemos, como si la historia tuviera una flecha clara.
Quizá estamos en una habitación donde alguien apagó la luz, y mientras algunos piden volver al mueble conocido, otros tantean la pared buscando una salida que todavía no tiene nombre.
La derecha dura grita “orden”.
El sistema murmura “no hay alternativa”.
Y en el medio, una mayoría intuye que algo no funciona, pero aún no sabe cómo decirlo sin que se lo traduzcan en miedo.
El cambio no está muerto.
Está atascado.
Y la historia nos enseña que los atascos no duran para siempre: o se resuelven, o se rompen.
Cierre: la migración como espejo del poder y del miedo.
La migración no es una anomalía: es una constante. Los humanos se mueven desde antes de tener nombre para hacerlo. Se movieron siguiendo ríos, cosechas, guerras, promesas. Lo que cambia no es el movimiento, sino quién se mueve y con qué permiso.
La migración más brutal no fue la actual. Fue la de los imperios. Millones cruzaron océanos armados, con banderas y tratados, para ocupar tierras ajenas, extraer recursos y reordenar el mundo a su favor. Aquella migración se llamó civilización, progreso, destino manifiesto. Nadie habló entonces de fronteras saturadas ni de identidad amenazada.
Hoy migra otro sujeto. Migra el trabajador. Migra quien ya fue despojado en su lugar de origen —a menudo por las mismas potencias que ahora levantan muros— y se mueve no para conquistar, sino para sobrevivir. Y de pronto la migración se vuelve problema, crisis, invasión. No porque sea nueva, sino porque ya no sirve al poder, sino que lo incomoda.
El migrante actual revela algo que el sistema preferiría ocultar: que el mundo está desbalanceado, que la riqueza no se queda quieta donde se produce, que las fronteras son porosas para el capital pero rígidas para los cuerpos. Por eso se lo culpa. No por lo que hace, sino por lo que muestra.
Así, la democracia que elige cerrar puertas no está rechazando personas, sino defendiendo una ficción: la de un orden que quiere los beneficios de la globalización sin hacerse cargo de sus consecuencias humanas. La derecha dura no inventa el problema; lo administra con miedo.
Tal vez el verdadero conflicto no sea la migración, sino la pregunta que trae consigo:
si el mundo fue organizado para que unos pocos se muevan libremente y muchos queden atrapados, ¿qué ocurre cuando esos muchos deciden moverse también?
Ahí, quizás, no estamos frente a una crisis migratoria, sino frente a una crisis de legitimidad. Y como toda crisis así, no se resuelve con muros, sino con una redistribución que todavía no nos animamos a nombrar.
Pero ¿es esta la única lectura posible?
Para que veas que no hay trampa, te marco otras miradas serias que discutirían este enfoque:
Liberal clásica:
diría que el problema no es el capitalismo, sino su mala regulación.
Conservadora:
pondría el foco en cohesión cultural y orden.
Tecnocrática:
confiaría en innovación y crecimiento futuro.
Posmoderna radical:
cuestionaría incluso la idea de “estructura” como gran relato.
Ahora bien, que existan no invalida este análisis; lo sitúa. Porque este análisis no es neutral ni pretende serlo; es un ensayo crítico, históricamente fundamentado, que ofrece una interpretación del mundo orientada por la pregunta del poder y la desigualdad, sin presentarse como verdad absoluta.
Pero al menos, debiera dejarnos pensando sobre lo que ha pasado, y sobre todo, sobre lo que es hoy nuestra historia y nuestro presente.
Siempre curiosioso y sentipensante,
A.P.
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