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Eso que llaman progreso

Carta sobre capitalismo, energía y el hambre que se disfraza de progreso

Querido amigo:

Después del oro vino algo más voraz: un sistema que no solo asigna valor, sino que necesita que ese valor crezca sin descanso. El capitalismo no inventó el deseo, pero lo puso a trabajar. Y para hacerlo funcionar, necesitó energía. Mucha. Siempre más.

Al principio fue madera, luego carbón, luego petróleo. Cada transición energética no fue solo técnica: fue moral. Cambió la idea de esfuerzo, de distancia, de límite. Cuando la energía se volvió abundante, el mundo se volvió explotable. No sagrado, no compartido: explotable.

Y así llegamos a esta etapa curiosa donde el valor ya no se guarda, sino que se acelera. Donde no importa tanto poseer como producir, conectar, optimizar. El oro dormía en bóvedas. Las tierras raras, en cambio, arden en baterías, servidores, satélites. No simbolizan estabilidad, sino rendimiento.

La inteligencia artificial, heredera lejana de la carrera espacial, no brilla como el oro. Calcula. Aprende. Predice. Y para hacerlo necesita minerales que arrancamos de la tierra con violencia quirúrgica. No los veneramos; los consumimos. No los guardamos; los agotamos.

Aquí aparece la paradoja brutal:
el sistema que promete desmaterialización depende más que nunca de la materia.
El mundo digital tiene hambre de suelo, de agua, de energía, de cuerpos.

Cada avance “limpio” arrastra una zona sucia lejos de la vista. Cada solución tecnológica crea una nueva dependencia. Y así el progreso se convierte en una huida hacia adelante: más extracción para sostener un modo de vida que necesita no detenerse nunca.

El capitalismo no sabe preguntarse “¿cuánto basta?”. Solo sabe preguntar “¿cuánto más?”. Y la energía —como el oro alguna vez— se vuelve fetiche: algo que creemos dominar, pero que en realidad nos gobierna.

Tal vez el problema no sea la tecnología, ni siquiera el capitalismo como palabra abstracta. Tal vez el problema sea haber confundido crecimiento con sentido, consumo con vida, potencia con destino.

La pregunta que queda flotando, incómoda, es esta:
¿qué pasaría si midiéramos el progreso no por lo que extraemos, sino por lo que logramos dejar en paz?

Te escribo esto no como advertencia, sino como duda compartida. Porque quizás el próximo gran cambio humano no venga de un nuevo mineral ni de una nueva máquina, sino de aprender a frenar antes de que el valor vuelva a devorarlo todo.

Un abrazo,

—Alguien que sospecha que la energía más rara empieza a ser la atención ética

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