Carta sobre el oro, el valor y la invención de lo deseable
Querido amigo —o lector que se asoma como quien espía una conversación ajena—:
El oro no fue siempre dinero, ni riqueza, ni poder. Fue primero una rareza inútil. No cortaba, no servía para cazar, no alimentaba. Brillaba. Y ese brillo, quieto y eterno, debió parecer sospechoso en un mundo donde casi todo se pudre, se oxida o se va.
Tal vez ahí empezó todo: en la intuición de que algo que no cambia puede cargarse de sentido. El oro no se defiende, no se multiplica, no se reproduce. Simplemente permanece. Y la humanidad, que empezaba a temerle al tiempo, decidió confiarle su valor a lo que no envejece.
No fue solo escasez. Había otros materiales escasos. Fue una combinación extraña: escasez justa, belleza sin esfuerzo, resistencia al olvido. El oro parecía decir: “cuando todo pase, yo seguiré aquí”. Y entonces lo volvimos símbolo de lo que queríamos que durara: el poder, la memoria, la deuda, la promesa.
¿Fue una convención? Sí, pero no una convención arbitraria. Fue una convención nacida del miedo y del deseo. El cobre, por ejemplo, era útil, cotidiano, cercano. Se manchaba, se gastaba, se parecía demasiado a la vida. El oro, en cambio, parecía venir de otro plano, como si no perteneciera del todo a este mundo.
Así inventamos una jerarquía de materiales que, en el fondo, era una jerarquía de valores humanos: lo permanente sobre lo útil, lo raro sobre lo común, lo que se guarda sobre lo que circula.
Pero el problema de todo valor fijado es que, tarde o temprano, se convierte en medida. Y cuando algo mide, ordena. Y cuando ordena, excluye. El oro empezó a decidir quién tenía tiempo y quién lo vendía, quién esperaba y quién obedecía.
Desde entonces no dejamos de buscar nuevos “oros”: cosas a las que podamos transferir nuestra fe, nuestro futuro, nuestra ansiedad. Cambian los nombres, pero no el gesto. Seguimos preguntándonos qué merece ser guardado cuando todo parece escaparse.
Tal vez el error no fue amar el oro, sino olvidar que el valor no está en el metal, sino en el acuerdo silencioso que lo sostiene.
Y así seguimos...
Un abrazo.
A.P.
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