Carta sobre el trabajo, el consumo y ese extraño animal que somos
(I. Antes del trigo, después del reloj)
Querido amigo —o querida sombra que me lee—:
Antes del trigo no había trabajo, o mejor dicho, no había esa palabra que hoy pronunciamos con cansancio y con orgullo al mismo tiempo. Había gestos. El gesto de seguir una huella, de compartir el fuego, de esperar. El gesto de tomar lo que el día ofrecía y devolverle al día lo que pedía: tiempo, atención, cansancio verdadero.
La humanidad no trabajaba: hacía. Y al hacer no se medía. Nadie fichaba la entrada al amanecer ni salía al atardecer con la sensación de haber vendido algo invisible. Se vivía dentro del tiempo, no encima de él.
Pero llegó la agricultura como llegan las decisiones que parecen pequeñas y resultan definitivas. Plantar fue quedarse. Quedarse fue contar. Contar fue poseer. Y poseer, sin darnos cuenta, fue comenzar a temer. El gran invento no fue el trigo sino la previsión, y con ella nació una forma nueva de ansiedad: la del mañana acumulado en graneros.
Así el trabajo dejó de ser gesto y empezó a ser obligación; el consumo dejó de ser respuesta al hambre y empezó a ser promesa de seguridad. Desde entonces trabajamos para garantizar el futuro y consumimos para convencernos de que existe.
La sociedad nació allí, pero también nació algo más silencioso: la separación entre lo que somos y lo que hacemos para seguir siendo.
(II. El humo, las máquinas y el hombre que corre)
Mucho después, cuando la máquina aprendió a repetir mejor que nosotros, ocurrió el gran malentendido. La revolución industrial no solo multiplicó objetos: multiplicó ritmos. El tiempo se volvió mercancía y el cuerpo, una extensión del engranaje.
Trabajar ya no fue participar del mundo sino soportarlo. El obrero vendía horas, no acciones; fuerza, no sentido. Y el consumo apareció como consuelo: si el trabajo era alienación, el objeto comprado prometía restitución. Compramos para compensar lo que el trabajo nos quita.
Y sin embargo —esto siempre me sorprende— fue en ese mundo de humo y fábricas donde nació la idea de progreso como fe. La máquina nos quitaba el cuerpo, pero nos regalaba la ilusión de que avanzábamos. Cada objeto nuevo era una pequeña victoria contra el pasado, aunque nadie preguntara si ese pasado quería ser vencido.
Luego vino la carrera espacial, que fue la culminación poética de esa lógica: trabajar hasta el agotamiento para escapar del propio planeta. Consumir ciencia, tecnología, imágenes del cosmos, mientras en la Tierra seguíamos sin resolver la pregunta básica: ¿para qué tanto esfuerzo?
Llegamos a la Luna con la misma lógica con la que llegamos al supermercado: producir para demostrar que podemos, no necesariamente porque lo necesitemos.
(III. Hoy: el consumo que nos consume)
Y ahora estamos aquí, en un mundo donde el trabajo ya no siempre cansa el cuerpo pero agota la atención. Donde producir significa estar disponibles, visibles, conectados. Donde el consumo dejó de ser material y se volvió simbólico: likes, experiencias, identidades de catálogo.
Trabajamos incluso cuando creemos descansar. Consumimos incluso cuando creemos elegir. El mercado aprendió a hablarnos en primera persona, a decir “sé quién eres” antes de que nosotros lo sepamos.
Pero algo cruje. Se nota en el cansancio difuso, en la sospecha de que estamos ocupados sin estar vivos del todo. Quizás por eso vuelve la pregunta antigua, la que existía antes del trigo: ¿cuánto es suficiente? ¿cuánto trabajo necesita una vida digna y cuánto es solo ruido?
Tal vez el cambio humano que viene no sea tecnológico sino ético: reaprender el gesto. Volver a hacer sin medir todo. Recuperar un consumo que no sea anestesia sino diálogo con el mundo.
No se trata de renunciar al progreso, sino de preguntarle adónde va. Como si le escribiéramos una carta, con esa cortesía irónica que tenía Cortázar, y le dijéramos: “Está bien avanzar, pero no olvides mirar quién camina”.
Te dejo estas líneas no como conclusión, sino como pausa. Porque quizá el verdadero cambio empiece ahí: en detenerse un momento antes de seguir trabajando para comprar lo que nos ayude a soportar el trabajo.
Un abrazo,
—Alguien que también aprende mientras escribe
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