Carta a los amigos y no tan amigos.
No es derecha ni izquierda. No lo llamemos así, no nos dejemos atrapar por esas palabras que suenan a tabla de multiplicar y esconden algo que se mueve por debajo, más profundo, más lento. Es democracia. O al menos, la manera en que la entendemos, o queremos entenderla.
Puedo sentarme a tomar un café con alguien que vote y apoye a Matei, o a Piñera. Incluso puedo discutir, con risas y algunas sorpresas, sobre sus ideas, sobre sus planes de país. después de todo, nadie tiene el monopolio de la verdad. Pero hay otros nombres que me hacen retroceder, no por capricho, no por prejuicio, sino por lo que revelan. Kast, Kaiser… gente que indultaría a Krasnof. Eso ya no es otra opinión política: eso es otra manera de mirar el mundo, otra manera de vivirlo, otra manera de pensar los derechos, la libertad, la dignidad. Otra democracia, si se le puede llamar así.
Los valores son otros. Y no hablo de un valor abstracto, de esos que se escriben en libros viejos y se olvidan en bibliotecas polvorientas. Hablo de algo que se siente, que se respira en la calle, en la conversación, en los ojos de un niño o de un vecino. Es el respeto, la igualdad, la paciencia de escuchar, la ternura hacia el otro.
Esto no es política, amigos. Es la negación de lo que somos.
Los valores, los verdaderos valores, no son esos que se esgrimen como armas para atacar, para destruir, para señalar. Los valores son otros. Son esos que laten, que se sienten, que huelen a tierra mojada y a voces antiguas. Son esos que nos dicen que no estamos solos.
Y yo, yo quiero estar con los que recuerdan. No los que borran. Los que olvidan la historia, los que les quitan el rostro a las víctimas, los que convierten el dolor en un dato estadístico, esos no son mis amigos. Y no, no es por una cuestión de votos. No, es por una cuestión de humanidad. De lo que significa ser humano
Los otros, los que se conforman con un pedazo de poder, los que toman el miedo como bandera, esos ya no tienen cabida en mi casa. Y no me vengan con que es “política”, porque la política también tiene una raíz en el corazón. Una raíz que se nutre de respeto, de esos gestos pequeños que nos hacen reconocer al otro como otro. No es solo el hecho de votar, es qué votamos, qué defendemos, qué nos da miedo perder.
Sí, puedo ser amigo de alguien que piensa diferente. Pero hay límites.
No quiero que esto suene a lección ni a prédica. Simplemente hay cosas que uno reconoce, y otras que no puede permitir reconocer. No es política de partidos; es política de humanidad. Y la democracia que defiendo no cabe en los discursos rígidos, en los muros ni en los gritos.
Uno puede ser amigo, incluso cómplice en pequeñas alegrías, con quienes piensan distinto. Pero hay, ya he dicho, ciertos límites, y no son capricho ni teoría: son piel, sangre, memoria. Son los que nos recuerdan que, si cruzamos esa línea, dejamos de ser el país que prometimos cuidar, y nos convertimos en otra cosa, en un lugar donde la palabra “derechos” pierde peso, y la palabra “miedo” crece y se impone.
Eso es todo. Solo quería decirlo, entre letras y silencios.
A.P.
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