Querido lector
—o quizá no tan querido, porque estas cosas no se escriben para el cariño sino para el desvelo—:
Uno despierta el lunes con la noticia ordenada, limpia como una mesa después de la cena:
Kast ganó, Jara reconoció la derrota, las instituciones funcionaron.
Todo en su lugar, como esos relojes que dan la hora correcta aunque el tiempo esté roto.
La democracia —nos dicen— habló.
Y sin embargo, hay un ruido.
No un estruendo, no. Un ruido menor, persistente, como una gotera en la madrugada. Uno podría ignorarlo, darse vuelta, aceptar que el agua siempre cae en alguna parte. Pero hay gotas que no mojan el piso: mojan la conciencia.
Porque sí, es cierto: hubo elecciones.
Hubo papeletas, hubo conteo, hubo discursos donde los vencidos hacen ese gesto solemne que parece más un trámite que una convicción. El reconocimiento del resultado es el último acto del teatro republicano, y se ejecutó con pulcritud. Nadie volcó mesas, nadie gritó fraude en cadena nacional. Todo muy civilizado, como corresponde a un país que se mira a sí mismo en el espejo de su excepcionalidad.
Pero la democracia —esa palabra tan usada que ya casi no significa— no es solo el acto de aceptar la derrota. Es también cómo se llegó hasta ahí.
Y ahí empiezan los pasillos.
Porque mientras algunos votaban en silencio, otros recibían notificaciones en sus teléfonos, como si el voto fuera una promoción de gas a domicilio.
Porque mientras se hablaba de libertad de elección, asociaciones empresariales jugaban a la política por la puerta trasera, usando fundaciones, publicidad, influencers, sombras.
Nada explícito, nada burdo: apenas ese modo elegante que tiene el poder de no mancharse las manos.
No estamos hablando —conviene decirlo antes de que alguien se irrite— de urnas rellenadas ni de conteos falsificados. Eso sería demasiado simple, casi tranquilizador.
Estamos hablando de algo más incómodo: la distorsión previa, el molde invisible que decide qué opciones llegan limpias a la mesa y cuáles llegan fatigadas, endeudadas, arrinconadas.
La trampa moderna no rompe la ley: la rodea.
No grita consignas: las paga.
No obliga: sugiere, repite, naturaliza.
Y entonces uno se pregunta —no como jurista, sino como ciudadano que todavía cree que pensar sirve para algo—:
¿qué clase de victoria es esa que necesita del murmullo ilegal, del empujón económico, del mensaje fuera de hora?
¿Y qué clase de democracia es aquella que, al detectar estas grietas, se limita a archivar, investigar lentamente, mirar hacia adelante?
Porque el gran truco del sistema no es ganar con trampa.
El gran truco es convencer a todos de que la trampa no importa si el margen fue amplio.
Como si la ética funcionara por porcentajes.
Como si el tamaño de la victoria limpiara el camino recorrido.
Tal vez por eso tantos votan nulo, blanco, ausente (~7%). No por apatía, sino por lucidez cansada. Intuyen —sin teorizarlo— que algo del juego ya no les pertenece. Que el voto sigue siendo suyo, sí, pero el escenario ya fue alquilado por otros.
Y sin embargo, siempre queda la pregunta incómoda:
si en este tipo de democracias —donde el voto nulo o blanco termina reducido a una cifra menor, convenientemente muda—
callar no será también conceder.
Si ese silencio, pensado como rechazo,
no termina funcionando como otra forma de permiso.
Casi como otro tipo de apoyo.
En fin, y aquí está lo verdaderamente inquietante:
cuando una democracia se acostumbra a estas prácticas, deja de defenderse. Empieza a explicarse. A justificarse. A decir no fue tan grave, siempre ha pasado, no cambiaba el resultado.
Ese es el momento exacto en que la democracia empieza a parecerse peligrosamente a una costumbre.
No escribo esto para invalidar el resultado. Eso sería fácil y hasta irresponsable.
Lo escribo para invalidar la tranquilidad.
Porque si aceptamos que todo está bien solo porque nadie pateó la mesa, entonces mañana tampoco importará quién pagó la cena, ni quién eligió el menú, ni por qué siempre comen los mismos.
La democracia no muere cuando pierde la izquierda o la derecha.
Muere cuando deja de hacerse preguntas sobre sí misma.
Y ese ruido, lector, ese ruido que sigue cayendo gota a gota, no viene del futuro.
Viene de ahora.
Con una inquietud que no se vota pero insiste,
A. P.
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