Querido lector
—o quien sea que haya abierto este sobre sin remitente—:
Nací en 1976, en un Chile que ya venía hablando en voz baja. No lo recuerdo, claro, pero hay recuerdos que no son de uno sino del aire, de las paredes, del modo en que los adultos cerraban las ventanas antes de decir ciertas palabras. Es curioso cómo uno puede crecer dentro de una frase inconclusa.
Mi infancia ocurrió frente a una televisión que era casi un altar doméstico. Los sábados, el país entero parecía sentarse en el mismo sillón. Sábado Gigante no era solo un programa: era una tregua, una pausa donde la risa venía envasada y autorizada. Mientras tanto, la calle —esa vieja escuela del encuentro— se iba quedando vacía, como si alguien hubiera cambiado el escenario sin avisar. Ya no se conversaba en la vereda: se comentaba el programa del día anterior.
Aprendí temprano que la casa era un mundo cerrado y que el mundo, a su vez, estaba lejos. Mi madre —como tantas— empezó siendo el centro invisible del hogar y terminó convirtiéndose en una equilibrista: trabajo, casa, hijos, culpa, cansancio. No hubo discurso épico en ese cambio, solo una suma de gestos pequeños: una llave que se gira a las seis de la mañana, un almuerzo recalentado, una mujer descubriendo que el tiempo también le pertenecía, aunque viniera con factura.
Chile fue cambiando como cambian los relojes: sin que uno note el movimiento, pero de pronto la hora ya no coincide con el cuerpo. Pasamos del miedo al consumo, del silencio al ruido, de la obediencia a la opinión, sin detenernos demasiado a revisar qué se nos quedó en el camino. Se nos dijo que éramos modernos, y lo creímos porque había más luces, más pantallas, más cosas que comprar para llenar el living y, de paso, el vacío.
La democracia llegó, sí, pero llegó cansada. Como alguien que entra a una fiesta cuando ya están barriendo. Trajo palabras nuevas —derechos, diversidad, memoria—, pero también heredó una forma de vivir donde cada uno debía arreglárselas solo. Aprendimos a llamarle libertad a la intemperie.
Hoy camino por una ciudad donde todos van mirando un rectángulo luminoso. Ya no hace falta encerrarse en la casa para estar solos: la soledad es portátil. Y sin embargo, algo insiste. Aparece en las marchas, en las conversaciones largas que todavía ocurren en cocinas pequeñas, en la incomodidad que sentimos cuando alguien nos recuerda que no todo es normal, que no todo está resuelto.
A veces pienso que Chile es un cuento que aún no decide su final. Uno donde los personajes sospechan que han sido narrados por otros durante demasiado tiempo y empiezan, torpemente, a corregir el texto. Hay tachaduras, hay errores, hay frases hermosas que no sabíamos que éramos capaces de escribir.
Yo, que nací en medio de una pausa histórica, sigo creyendo en esos momentos raros —casi mágicos— en que la gente vuelve a encontrarse, no frente a una pantalla, sino frente a frente. Quizás ahí, en ese gesto simple, esté todavía la posibilidad de otra historia.
Nadie nos dijo que vivir cansados iba a ser la forma normal de vivir.
Crecí creyendo que la adultez era hacerse cargo, pero nadie aclaró que hacerse cargo significaba hacerlo todo, siempre, solo, y con una sonrisa razonable para no parecer fracasado. Chile nos entrenó para eso: para no pedir ayuda, para no molestar, para no caer.
Porque caer, en este país, no es tropezar:
es desaparecer.
Aquí uno vive bien, pero vive del sueldo. Y esa frase —aparentemente tranquila— esconde una amenaza constante. No es pobreza, pero tampoco es seguridad. Es una cuerda floja donde el equilibrio depende de no enfermarse, no cansarse demasiado, no perder el trabajo, no equivocarse. El error se paga caro y en cuotas.
El Estado aparece como un rumor lejano. No como un abrazo, sino como un formulario. Tú te pagas los estudios, el médico, la vejez, la urgencia, la esperanza. Nadie se preocupa por ti más que tú mismo, y eso se repite tanto que termina pareciendo una virtud. Autonomía le dicen. Madurez. Responsabilidad.
Pero por dentro es otra cosa:
es angustia organizada.
Así, la vida se vuelve cálculo. Cada decisión es una proyección. Cada descanso es culpa. Cada encuentro debe justificarse: ¿sirve?, ¿rinde?, ¿aporta?, ¿vale el tiempo? El tiempo, sobre todo el tiempo, se vuelve un recurso escaso, más valioso que el dinero, porque el dinero siempre falta, pero el tiempo ya no vuelve.
La calle entendió esto antes que nosotros. Dejó de ser lugar de encuentro y pasó a ser espacio hostil. No es plaza, es trayecto. No es conversación, es riesgo. La calle roba tiempo, energía, seguridad. Llueve cuando no corresponde, hace calor cuando no se puede, y siempre hay algo que apura. Permanecer es perder.
Entonces nos encerramos. Primero en la casa, después en la pantalla, ahora en la cabeza. El encierro ya no necesita muros: basta con la deuda, el cansancio y el miedo a caer. La amistad se agenda. La familia se coordina. El encuentro se posterga.
Y sin embargo —porque Chile siempre guarda un resto incómodo— algo no encaja del todo.
Porque no dejamos de desear el encuentro. Lo recordamos como se recuerda una canción vieja: no sabemos bien cuándo fue la última vez que la cantamos juntos, pero sabemos que existió. Por eso cuando ocurre —en una sobremesa larga, en una conversación que se alarga sin permiso, en una calle tomada por cuerpos que ya no corren— se siente tan fuerte. No es costumbre: es alivio.
Quizás el gran daño no fue quitarnos la comunidad, sino convencernos de que no era necesaria, de que bastaba con resistir bien individualmente. Pero resistir no es vivir, y hacerlo solos no nos volvió más libres, sino más frágiles.
Chile no perdió el encuentro porque quiso.
Lo fue dejando atrás para poder seguir andando.
Hoy caminamos rápido, con miedo a perder el equilibrio, creyendo que detenerse es un lujo. Tal vez el verdadero gesto radical —el verdaderamente peligroso— sea volver a quedarse un rato. Sentarse. Mirar. Hablar sin objetivo. Recuperar el tiempo como espacio compartido y no como amenaza.
Quizás por eso la música también fue empujada hacia los márgenes. No porque dejáramos de hacerla o escucharla, sino porque dejó de poder aparecer sin permiso. Se volvió evento, patente, categoría; algo que debe justificarse, controlarse, terminar a una hora razonable. Con ella se fue apagando una forma de encuentro que no pedía productividad ni discurso: quedarse un rato más porque alguien tocaba, bailar sin objetivo, compartir el tiempo sin administrarlo. La música —como la calle— dejó de ser lugar y pasó a ser excepción. Y cuando el encuentro necesita autorización, ya no ocurre seguido; ocurre cuando se puede. Tal vez por eso hoy nos cuesta tanto juntarnos sin culpa, sin apuro, sin cálculo. No perdimos la música: perdimos el derecho cotidiano a dejarnos reunir por ella.
No es nostalgia.
Es supervivencia de otro tipo.
Con afecto y una duda persistente,
A.P.
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