Nos enseñaron mal.
Nos dijeron que cambiar el mundo era una tarea para héroes: gente brillante, valiente, con frases que se vuelven estatuas. Que el coraje tiene forma de épica, y que las revoluciones empiezan con discursos, no con dudas.
Y entonces, uno crece esperando el momento de hacer historia, como si la historia fuera un escenario y uno un actor que no sabe cuándo entra.
Pero la verdad es que la historia no se anuncia. No golpea la puerta diciendo: “hoy te toca ser protagonista”. No viene con banda sonora ni con aplausos. A veces, ni siquiera se parece a una historia. Se parece más a la rutina. Al hartazgo. Al silencio en una mesa donde todos repiten lo que escucharon en la radio.
Y ahí estás. Y ahí estoy. Sin capa. Sin programa. Sin respuestas grandiosas.
¿Qué hacemos cuando no somos héroes?
Quizás lo único que podemos: resistir a nuestra escala. No gritar si no es tu estilo, pero tampoco callar donde duele. No dar cátedra, pero sí ofrecer un libro. No cambiar el mundo, pero sí cuidar el rincón que nos toca. Ser el tipo de persona que, si todos lo fueran, otro mundo ya estaría en marcha.
Porque si algo enseñan los cuentos que no nos contaron, es que la historia no la hacen solo los que lideran. La hacen también los que no traicionan. Los que no repiten lo que no creen. Los que sostienen lo poco justo que queda en pie.
Tal vez no seamos héroes.
Tal vez no nos toque cambiarlo todo.
Pero que no nos engañen:
Nuestra forma de estar en el mundo también es una forma de decir no.
Y a veces, eso basta.
A.P.
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