Inspirado en Ursula K. Le Guin
Nos han dicho que esto es lo que hay.
Que el sistema es así, que la vida es así, que la realidad es así. Que siempre hubo ricos y pobres. Que el mundo funciona mejor cuando no lo cuestionas demasiado. Que las reglas ya estaban escritas antes de que llegaras, y que si las sigues con disciplina tal vez un día seas parte de los que las escriben.
Nos lo dicen en voz baja, en las publicidades, en las escuelas, en los silencios de nuestros padres. Y entonces uno crece creyendo que nada puede cambiar, porque cambiar es una locura, o un lujo.
Pero Ursula K. Le Guin, que escribía ciencia ficción para hablar del presente con más claridad que los noticieros, dijo algo simple y definitivo:
“Vivimos en el capitalismo. Su poder parece ineludible. Pero también lo parecía el derecho divino de los reyes.”
Y eso basta para encender una pregunta:
¿Qué puedo hacer yo, que no soy ni rey ni capitalista, para no colaborar con la mentira?
La respuesta no está en el heroísmo, sino en lo mínimo.
Una persona común puede leer, incluso cuando no le enseñaron a hacerlo con libertad.
Puede apagar la pantalla y preguntarse por qué ve lo que ve.
Puede compartir una duda en vez de una consigna.
Puede escuchar antes de responder.
Puede enseñar a su hijo que obedecer no es lo mismo que entender.
Puede consumir menos, puede decir “no lo necesito”.
Puede organizarse con otros, aunque sean pocos, aunque parezcan nadie.
Puede escribir una carta. Puede imaginar un mundo distinto. Puede hacerlo posible.
Eso, que parece poco, es mucho en un sistema que sobrevive porque todos hacemos como si nada.
Lo inevitable no se rompe de golpe. Se resquebraja.
Y a veces basta con que una sola persona diga: “esto no es natural” para que otra diga: “yo también lo pensé”.
Así empieza. Así siempre empezó.
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