Los hijos del reloj
A veces pienso que los países envejecen igual que las personas: no porque les falte sangre joven, sino porque un día dejan de soñar.
Entonces se llenan de cifras, de estadísticas, de ministros que hablan de la natalidad como si se tratara de la cosecha del trigo o la tasa de interés del Banco Central.
Y la gente, esa multitud sin apellido que hace el milagro de seguir levantándose, empieza a sentir que tener hijos es como invitar a alguien a una casa que se está hundiendo.
Chile, por ejemplo, se mira al espejo y se pregunta si sigue siendo joven.
Antes —dicen los que tienen memoria— bastaban siete millones para llenar las calles de voces, para creer que el futuro era algo que venía con el viento del Pacífico.
Ahora somos veinte millones y, sin embargo, el silencio pesa más.
El silencio de los que no pueden pagar un arriendo, de los que hacen filas infinitas para alcanzar la dignidad mínima, de los que postergan los sueños porque el sueldo no da ni para el presente.
Nos dicen que debemos tener más hijos, que la demografía se nos muere entre las manos.
Pero ¿cómo pedirle a alguien que apueste por la vida cuando la vida parece un juego amañado?
No es que no queramos crecer; es que crecer en la pobreza no es crecer, es multiplicar la frustración con nombre de niño.
Y uno ama demasiado la idea de la infancia como para condenarla de antemano.
Los economistas hablarán del “peligro demográfico” y del “colapso de las pensiones”.
Quizás tengan razón en sus gráficos, pero no en el alma.
Porque un país no desaparece cuando nacen menos niños, sino cuando sus adultos dejan de creer en el futuro.
Y eso, ay, no lo arregla ningún subsidio ni decreto.
Tal vez el problema no sea la gente, sino el reloj.
Un reloj que marca las horas del capital, que nos obliga a vivir deprisa, a producir, a sobrevivir, a postergar los abrazos.
Y mientras tanto, las casas se vacían, los parques quedan sin risas, y el país envejece con la misma melancolía de una carta que nunca se envió.
Quizás, solo quizás, la verdadera revolución demográfica no consista en parir más cuerpos, sino en parir un modo distinto de vivir.
Un modo donde la economía esté al servicio de la vida, y no al revés.
Donde los hijos no sean una carga, sino una consecuencia natural de la esperanza.
Hasta entonces, seguiremos hablando de cifras, de curvas que bajan y de futuros inciertos.
Y, sin embargo, en algún rincón, alguien todavía se atreverá a amar.
Y de ese amor, quién sabe, tal vez nazca no un hijo, sino un país distinto.
*
El fondo del problema: no se trata solo de cuántas personas hay, sino de las condiciones en que viven.
1. Crecer en número no significa desarrollarse
Un país puede aumentar su población y, al mismo tiempo, empeorar el bienestar si:
Los salarios reales no suben,
La desigualdad crece,
El acceso a salud, educación y vivienda se restringe.
En ese contexto, tener más hijos se percibe como un costo imposible de asumir, no como una decisión libre o esperanzadora.
Y es totalmente lógico: si el entorno no ofrece oportunidades dignas, muchas personas optan por no tener hijos o tener menos.
2. La política económica como raíz del tema
El problema demográfico no se soluciona “haciendo que la gente tenga más hijos”.
Se soluciona creando condiciones para que la vida valga la pena ser vivida y proyectada.
Eso implica:
Empleos estables y bien remunerados.
Vivienda asequible y acceso a servicios públicos de calidad.
Igualdad de género (para que criar no signifique castigo económico para las mujeres).
Políticas de conciliación familiar (jardines infantiles, licencias, horarios flexibles).
Cuando esos factores mejoran, las tasas de natalidad tienden a estabilizarse de forma natural, sin necesidad de incentivos forzados.
3. Ejemplos del mundo
Países nórdicos (Suecia, Noruega, Dinamarca) tienen tasas de natalidad relativamente sanas porque hay confianza en el sistema social, no porque la gente tenga más hijos por patriotismo.
Japón o Corea del Sur, en cambio, intentaron fomentar la natalidad sin cambiar el modelo laboral ni social, y no funcionó.
La lección: el problema no es que la gente no quiera tener hijos, sino que no ve futuro estable.
4. En resumen
“No es mejor tener más hijos, sino vivir mejor.”
Un país que mejora su modelo económico, su equidad y su bienestar colectivo no necesita obsesionarse con el número de habitantes.
La demografía acompaña al desarrollo: cuando la gente vive con dignidad, las decisiones personales también se vuelven más libres y sostenibles.
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