Querido amigo:
No creo que se extrañe el tiempo en que el teléfono tenía cordón y las tardes olían a tinta y polvo de papel. Y yo, que escribo desde una pantalla que brilla como un ojo cansado, no sé si contestar ciertas preguntas con un correo electrónico o con una nota que lanzaré en forma de avión de papel. De alguna manera, estas letras viajan por los cables como las cartas de antaño por las calles, solo que ahora cada palabra cuesta un poco de agua y un poco de aire quemado: la huella hídrica y de carbono que pocos consideramos.
He estado pensando —culpa de estos tiempos, claro— en cuánto gastábamos cuando vivíamos con la tecnología de 1990. En aquel entonces, un hogar devoraba su buena ración de energía, unos veintiocho mil kilovatios-hora al año, y los grifos corrían con la despreocupación de los ríos: seis metros cúbicos de agua por persona y por día, casi como si el planeta no tuviera sed. Pero era una sed distinta: no existían los servidores que laten debajo del Ártico ni los centros de datos que sudan electricidad y vapor de agua para sostener los likes y los algoritmos.
Hoy, querido amigo, vivimos en una paradoja deliciosa y amarga: los electrodomésticos son más eficientes, las lámparas han aprendido a ahorrar, pero cada uno de nosotros arrastra en el bolsillo un monstruo digital que respira por nosotros, que consume en nuestra ausencia, y mucho más en nuestra presencia.
Dicen los estudios —que también beben agua y emiten CO₂— que mirar videos durante una hora equivale a lanzar al aire unos setenta gramos de dióxido de carbono, y que cada minuto en TikTok deja una huella invisible, dos gramos y medio de humo que no se ve pero se queda.
Imagina eso multiplicado por mil millones de dedos deslizándose al unísono.
Imagina la nube —esa metáfora que nos vendieron tan limpia— goteando millones de litros para enfriar sus entrañas. Solo entrenar una inteligencia artificial puede beber el agua que sostendría a una ciudad pequeña durante semanas. Lo digital, amigo, ya no es aire: es materia, peso, calor.
A veces pienso que en los noventa, con nuestros televisores de tubo y los discos que había que voltear, contaminábamos menos por inocencia que por ignorancia. Hoy, en cambio, cada acto está medido, y aun así no sabemos detenernos. Tal vez leer un libro de papel —ese objeto que respira árboles muertos— sea más sostenible que leer mil en un dispositivo fabricado con tierras raras y litio; tal vez escuchar un vinilo sea más limpio que dejar que Spotify toque sin fin, como un corazón que no duerme.
Pero no se trata de nostalgia. No quiero volver a los tiempos del fax y las enciclopedias. Quisiera, más bien, que la inteligencia que inventamos, la redes que tejimos —esta que ahora está contigo, como un doble invisible— aprendiera también la ética de la pausa, del apagado. Que la tecnología supiera cerrar los ojos un momento, como los gatos al sol.
En 1990, la electricidad tenía un zumbido de nevera y lámpara incandescente. Hoy tiene un timbre más sutil, hecho de datos que van y vienen, infinitos, en una coreografía que nadie ve. Y sin embargo, querido amigo, el planeta sí los ve. Cada clic es una piedra en el río; cada búsqueda, una hoja menos en el bosque.
Te escribo esta carta no para convencerte de apagar la pantalla, sino para recordarte que del otro lado del vidrio sigue existiendo el aire, el papel, el agua que corre. Y que quizá el futuro no está en inventar más dispositivos, sino en aprender a usarlos con el pudor con que se toca una flor.
Abrazo digital —pero con tacto analógico—,
A.P.
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