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Carta sobre la tolerancia

Querida amiga —o querido amigo, porque a veces uno escribe sin saber hacia dónde sopla el destinatario, y eso también es una forma de tolerancia—:

Hoy me levanté con esa pregunta que alguien me dejó caer como quien deja una moneda en un pozo: ¿se puede ser tolerante con la intolerancia? Y desde entonces la pregunta me sigue como un gato hambriento, rozándome las piernas del pensamiento mientras yo intento hacer otras cosas, como preparar café o recordar dónde dejé mis convicciones esta mañana.

La verdad, amigo, es que la tolerancia es un animal extraño. Se estira cuando se trata de aceptar ideas incómodas, esas que vienen a desacomodarnos las sillas interiores. Y sin embargo, cuando la intolerancia entra en escena, la tolerancia se encoge como si de pronto recordara que también tiene huesos frágiles.

Porque tolerar la incomodidad está bien; de hecho, es saludable. La incomodidad es ese maestro que nunca pedimos pero siempre aparece a la hora exacta, como los relojes de la Gare de Lyon en mis años parisinos. Uno escucha una idea que no le gusta y siente un pequeño terremoto en la nuca. Y ahí, si uno es mínimamente honesto, se queda, observa, pregunta. En ese temblor ocurre el pensamiento crítico, que es como decir que nos crece una costilla nueva en el espíritu.

Pero la intolerancia, ay, la intolerancia es otra cosa. Viene disfrazada de certeza, como esos vendedores ambulantes que ofrecían relojes de marca en plena costanera: brillan, prometen orden, aseguran que hay una sola hora correcta, y si no la llevás en la muñeca, sos parte del desorden mundial.
Y ya sabes: detrás de ese brillo siempre hay un cuchillo.

Si toleramos demasiado a la intolerancia, terminamos por asistir a la demolición silenciosa de la casa donde vivimos. Primero una grieta, luego otra. Hasta que un día te das cuenta de que el intolerante movió los muebles, cambió las cerraduras y ahora te pide permiso para entrar en tu propio cuarto.

Popper —ese señor que seguramente hubiera disfrutado discutir con nosotros en una cafetería— decía que la tolerancia tiene que tener un límite, como todo lo que quiere sobrevivir. No se puede abrazar a quien viene con un fósforo encendido a quemar la biblioteca. La tolerancia absoluta es una forma elegante de suicidio.

Entonces, ¿qué hacemos?
Se me ocurre que la respuesta es sencilla en su dificultad: ser tolerantes con lo que nos incomoda, e intolerantes con lo que busca suprimir la tolerancia misma.
Como si fuéramos guardianes de una llama que apenas titila pero que, bien cuidada, puede iluminar un país entero.
Un país donde se discute con ganas, se discrepa con gusto y se protege a quienes no tienen con qué protegerse.

No pido que estemos de acuerdo; de hecho, espero que no lo estemos del todo, porque en esa pequeña diferencia entre tus ideas y las mías es donde sucede la mejor parte del encuentro humano.
Pero sí pido —te pido como se piden favores que importan— que no confundamos incomodidad con amenaza, ni libertad con permiso para destruir al otro.

En fin, me extendí más de lo razonable, como siempre.
La culpa la tiene la pregunta, no yo.
Cuando uno empieza a escribir sobre tolerancia, descubre que las palabras quieren salir en manada, como si hubieran estado esperando años para decir algo sensato.

Te mando un abrazo que respeta tus diferencias y defiende tu derecho a tenerlas.

A. P.


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