Querido amigo:
No puedo dejar de pensar en la manera en que nos fragmentamos.
No hablo de fragmentos visibles, de quiebres materiales; hablo de las grietas interiores que se proyectan hacia los demás, sobre todo hacia aquellos que deberían ser nuestros refugios: la familia, la comunidad, el país. He pasado horas observando cómo una conversación en la mesa se detiene en seco ante una palabra que trae consigo toda una ideología, un mundo entero que para algunos es absoluto, y para otros, una amenaza. Y me duele, aunque lo haga desde la seguridad de mi sillón, con la penumbra de la tarde acariciando los papeles sobre los que escribo.
Veo la política, ese espejo deformante de lo real, convertir a los hermanos en adversarios, a los amigos en extraños, y siento una tristeza que no se disimula con el orgullo o la razón. Porque todos creemos tener la luz de la verdad de nuestro lado, y nadie se detiene a escuchar la canción del otro. Cada posición, necesaria quizá, se convierte en muralla. Y cuanto más intenta uno explicar, más se radicaliza la creencia del otro, como si el contacto con la discrepancia fuera un veneno que endurece la sangre.
¿Sirve de algo? Me pregunto. Las palabras que cruzan la mesa, las cartas que no se escriben, los silencios que pesan más que los gritos: ¿nos llevan a algo? A veces parece que solo alimentan la ansiedad de quien, al chocar con la evidencia de que el otro ve el mundo distinto, siente temblar sus certezas. Esa ansiedad es silenciosa, casi invisible, y sin embargo nos devora con más eficacia que el odio abierto.
Y sin embargo, aquí estoy, escribiendo, porque tal vez el acto de mirar con claridad, de registrar sin juzgar, sea el primer paso hacia una comprensión que no exige acuerdo. Tal vez el esfuerzo no sea convencer, sino simplemente observar y nombrar la tristeza que provoca la división. Reconocerla, ponerla sobre la mesa, sin la esperanza inmediata de solucionarla, es ya un pequeño acto de resistencia.
Al final, me queda la sensación de que este duelo por la separación —familiares que no se hablan, compatriotas que no se escuchan— es también una oportunidad. La oportunidad de entender que la verdad no es una propiedad exclusiva de nadie, y que la vida, incluso fragmentada, conserva su complejidad y su belleza.
Quizá el verdadero cambio no esté en las posiciones, sino en nuestra capacidad de mirar sin que el corazón se cierre, de sentir sin que la desesperanza nos coma, de mantener viva la conversación aunque el diálogo no se complete.
Con afecto y cierta tristeza clara,
Alejandro P.
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