Querida Verdad:
Te escribo esta carta desde un rincón del pasado y del presente, con la voz un poco rasgada por los años —quizá como la mía, de unos treinta y cinco, que he acompañado la democracia chilena de centro-izquierda desde sus albores. No pretendo insultarte, sino convocarte, pedirte que te asientes con nosotros. Porque he visto cómo esa “democracia” de la que tanto nos enorgullecimos ha sido, muchas veces, un pacto de continuidad más que un salto hacia la ruptura.
Recuerdo los primeros días del retorno: era 1990, y con la Concertación al mando (Aylwin, Frei, Lagos, Bachelet), parecía que por fin la herida profunda de la dictadura iba a cerrarse. Pero, al mirar atrás, te confieso que hoy me cuesta creer que esa Concertación decidió realmente romper con el modelo impuesto por Pinochet: el modelo neoliberal, la Constitución heredada. Se produjo un cambio de rostros, no de estructura.
Porque, Verdadera amiga, ese legado no era superficial. El Estado fue privatizado en muchos frentes, la economía quedó fuertemente orientada al mercado y los derechos sociales —aunque mejorados— se sujetaron a lógicas de mercado. Algunos dirán que fuimos pragmáticos, otros que vendimos nuestras convicciones. Pero la realidad es que muchos de los pilares del modelo dictatorial siguieron cimentando nuestra democracia, como si el pacto fuera: “sí, abrazamos la libertad política, pero mantenemos las reglas del juego económico”.
No hablo de utopías imposibles, sino de la crítica real: aunque la pobreza cayó, aunque el PIB creció, la desigualdad sigue siendo monstruosa, y las AFP nos entrega pensiones de miseria mientras tienen ganancias por miles de millones anuales. Uno de los estudios más claros señala que el coeficiente de Gini en Chile se ha mantenido en niveles muy altos durante décadas, incluso tras la democracia, situando al país entre los más desiguales de la OCDE.
Y la concentración de riqueza no es una nebulosa: el 1 % más rico capta casi un tercio del ingreso nacional.
La inequidad no es solo una foto: es una película que se repite desde los años de la dictadura.
No puedo obviar que hubo logros, porque como siempre, no todo es malo ni en izquierda ni en derecha: la democracia permitió en veinte años reducir la pobreza dramáticamente. La pobreza pasó de casi el 40 % en los primeros años de los 90 a cifras mucho más bajas.
Muchos crecimos creyendo que eso era suficiente, que la libertad política y el progreso económico bastarían para sanar al país. Pero, querida Verdad, ya no me basta.
Porque lo que hoy veo es un descontento profundo: la gente siente que la democracia que construimos —tan moderada, tan pactada— no les pertenece, que su voz está filtrada por estructuras que benefician a quienes ya tenían poder bajo Pinochet. Las movilizaciones sociales, los estallidos de rabia, la demanda por una nueva Constitución nacen de eso: no solo quieren cambios suaves, quieren el fin de una lógica que considera al Estado como un invitado secundario, que privatiza lo esencial y permite que la desigualdad se vuelva herida cotidiana.
Y he visto también cómo, años después de prometer esta transformación, muchos chilenos volcaron su preferencia hacia la derecha más dura. No es un giro leve: es un viraje dramático. ¿Por qué? Porque la izquierda de centro se ha vaciado de ambición estructural, y el desencanto ha crecido. Porque para muchos la promesa de transformación jamás fue suficiente, y la decepción con la moderación fue tan grande como la herida original.
No niego, Verdad, que la derecha radical también tiene sus fallas —su nostalgia autoritaria, sus riesgos para los derechos sociales—, pero la fuerza de su ascenso refleja algo más profundo: una crisis de significado. La gente ha dejado de creer que la izquierda moderada puede dar respuestas verdaderas a su vida diaria, a su esfuerzo, a su dignidad.
Te hablo así, en este tono íntimo, porque te necesito. Necesito que nos recuerdes que lo que construimos no es eterno si no se transforma. Que la democracia de centro-izquierda no bastará si no se atreve a romper estructuralmente con el modelo heredado de la dictadura. No con todo, Pero sí con lo necesario. Que no es suficiente con reformas superficiales o con políticas de parche: se necesita una reconfiguración profunda, una nueva conversación sobre qué significa el Estado, el mercado, la justicia social.
Querida Verdad, te pido que nos hables claro: ¿cómo logramos construir un Chile donde la libertad política no esté divorciada de la justicia económica? ¿Cómo hacemos para que la herencia dictatorial no siga dictando las reglas, aunque cambie el rostro de quienes gobiernan? ¿Cómo se reconstruye un contrato social que no deje a millones al margen?
Yo te escribo esta carta inconclusa, llena de preguntas, con retazos de esperanza y de dolor. No te prometo respuestas definitivas, pero te prometo este compromiso: seguir llamándote, seguir buscando que la democracia sea más que un teatro, que sea un cuerpo vivo que respira con todas sus almas, no solo con las élites.
Que los ricos sean más ricos, pero que los pobres también lo seamos. Es hora de trabajar juntos con otra visión, y transitar un camino distinto.
Tu amigo inquieto,
– A. P. (con un suspiro y una promesa)
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