Querido amigo,
Hoy, sentado en la mesa de siempre, con el café todavía humeante y las hojas del periódico arrugadas a un lado, me pregunto por qué siempre volvemos al mismo vértigo. Uno piensa en Francia, en un profesor aburrido mirando cómo cambian las cosas sin que él pueda hacer nada, y sin embargo, aquí estamos nosotros, cruzando calles donde los carteles políticos se superponen, donde las caras conocidas de siempre ya no dicen nada. Es como si la historia se repitiera, pero con otros nombres y acentos.
La mecánica es tan simple como inquietante: los viejos partidos se cansan de sí mismos, el pueblo se cansa de ellos, y entonces surge algo inesperado. No importa si es rojo, azul, libertario o populista; importa que traiga la promesa de orden, de sentido, de un relato que nos haga creer que alguien finalmente entiende lo que sentimos. Chile, Argentina, Brasil… todos parecen bailar este mismo tango, aunque cada quien lleve su propia melodía.
Porque todos quieren un cambio, aunque no entienden qué cambio se les ofrece. Como si el solo hecho de ofrecer un cambio sea para mejor, y como si no existieran los cambios para peor.
Lo curioso es que esta idea general de cambio no sucede de golpe, ni con estrépito necesariamente. Es silencioso, como un café que se enfría mientras uno conversa con un amigo que no está allí. Uno nota el vacío en las conversaciones, en las miradas de los transeúntes, en los discursos que ya no dicen nada más que lo que todos saben: que algo debe cambiar. Y mientras tanto, uno se siente un poco como aquel François, observando cómo la gente acepta lo inesperado porque el aburrimiento de lo cotidiano pesa más que cualquier convicción.
Pero no es desesperanza, ni mucho menos. Es más bien esa extraña mezcla de melancolía y curiosidad: ver cómo la vida cotidiana, con sus cafés, sus buses y sus semáforos, se encuentra con la historia y la política de manera casi invisible, como si todo el país respirara al unísono y esperara que alguien invente otra forma de orden, otra forma de sentido.
Y entonces uno escribe, uno piensa, uno mira el humo del café que se disuelve en el aire y se pregunta: ¿hasta qué punto estamos preparados para aceptar lo que venga, solo porque lo viejo ya no nos sirve? Quizá la respuesta no está en los discursos, ni en los partidos, sino en estas pequeñas observaciones, en los gestos mínimos de cada día, en cómo alguien sonríe ante lo absurdo, o en cómo uno decide seguir escribiendo, aunque solo sea para recordar que existimos en este tiempo extraño.
Con un gesto de complicidad, te dejo estas líneas, como si fueran un café servido en la mesa contigua, para que veas que, aunque la historia se repita de formas nuevas, nosotros seguimos ahí, intentando comprenderla, sorbo a sorbo.
Y recordemos: cambio no significa mejor o peor, pero hay que tener los ojos abiertos y el pensamiento crítico punzante para no caer en facilismos y errores que al final, nos perjudican más que lo que se está pasando.
Si llegaste hasta acá, un abrazo sincero.
A.P.
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