La ciudad construye bancas en los parques a pleno sol, y uno se sienta, y se quema un poco, y se pregunta por qué. Pero ahí está el secreto, apenas susurrado: tenemos lugares para juntarnos, claro, pero la invitación es irónica. Es mejor encontrarse en otros lados: en el mall, donde hay sombra y aire acondicionado, y el descanso viene con carrito de compras; en un café, donde la silla te sostiene, pero también te cobra un café, un capricho, un consumo que te convierte en parte de un ritmo que alguien mide.
En la plaza, en cambio, no se consume nada. El tiempo se escapa, se queda en las manos como arena fina, y el sistema lo observa con una sonrisa invisible: aquí no ganas nada, aquí solo pierdes el tiempo. Tal vez por eso las bancas están al sol, como advertencia sutil, como la literatura misma: un lugar que promete reposo pero que te recuerda que todo acto, incluso el más sencillo, puede tener un costo. Y uno se queda allí, un poco incómodo, un poco consciente, entendiendo que la ciudad, como la vida, no siempre está construida para tu comodidad, sino para recordarte que incluso el ocio tiene sus reglas.
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