No hay que confiarse del silencio de los estantes. Los libros duermen, es cierto, pero no totalmente: mantienen un ojo entreabierto y un oído cazando la mínima vibración de una mano, una voz, un gesto. El buen libro —ese artefacto de relojería, ese pequeño Big Bang entre tapas— no garantiza por sí mismo el destino que sueña. Porque escribir bien, (o ser buen músico, pintor o artista), no implica que alguien se detenga a mirar, a escuchar, a leer.
Un buen libro es como un faro en medio del mar, pero si no hay barco que lo vea, ni tormenta que lo necesite, entonces su luz permanece en silencio, en una hermosa y brillante soledad.
La idea romántica —terriblemente insistente y cautivadora— es que la calidad es destino. Pero basta mirar un poco alrededor para sospechar que hay otras fuerzas, otros dioses menores, y no tan menores, que dictan qué se lee y qué se olvida, qué se imprime con tres ediciones y qué no cruza jamás el umbral de una imprenta valiente.
Entonces sucede que no, que no basta escribir un buen libro. Que escribirlo es apenas el primer movimiento de una danza complicada entre el azar, el mercado, las modas, los algoritmos, los críticos, los premios, los influenciadores con acento neutro y dientes perfectos.
Porque hay que decirlo: el lector no siempre encuentra al buen libro, ni el libro al lector.
Y cuando se cruzan, a veces no se reconocen hasta años después.
Hay librerías que parecen cementerios de tesoros, editoriales que no saben leer lo que publican, y lectores que solo quieren la historia ya masticada, con moraleja y final feliz. No es culpa de nadie y es culpa de todos. Vivimos en una época donde la sobreabundancia de palabras ha vuelto difícil el acto de elegir. (Buenas noticias: hoy todos somos escritores. Malas noticias: hoy todos somos escritores).
Como si estuviéramos atrapados en una zamba librera donde todos bailan con todos y nadie recuerda cómo empezó la música.
El buen libro es, a menudo, tímido. No grita, no hace piruetas. No se disfraza de lo que no es. Tiene, eso sí, una respiración lenta pero firme, una manera de hablar que entra por la nuca más que por los ojos. Pero ¿cómo se le pide a un lector apurado, con tres pantallas frente a él y diez notificaciones en el bolsillo, que se detenga, que escuche esa respiración? ¿Cómo se le enseña a reconocer una sinfonía, cuando lo que busca es una canción de tres minutos y medio?
Y sin embargo, ocurre. Milagrosamente, ocurre. De vez en cuando un buen libro encuentra a su lector. A veces por recomendación, a veces por accidente, como quien encuentra una piedra preciosa en el fondo de un río. Pero también hay lectores que buscan con paciencia, como arqueólogos del alma. Que ignoran las listas de más vendidos y escarban entre estanterías polvorientas o catálogos olvidados. Lectores que reconocen un buen libro por su latido tenue, no por el ruido que hace. Ellos también salvan libros del olvido. A veces son pocos, pero bastan. Y entonces se produce ese encuentro misterioso, íntimo, casi romántico, donde las palabras del uno se anudan al alma del otro y ya no hay vuelta atrás.
Pero no nos engañemos. Ese milagro no es frecuente. Y tampoco es justo. Hay libros espléndidos que mueren inéditos, o editados en tiradas mínimas que ni sus autores alcanzan a ver completas. Hay libros que necesitan décadas para encontrar su momento, como si el mundo tuviera que envejecer un poco para merecerlos. Y hay otros, sin duda, que no eran buenos, pero encontraron su lector, su momento, su estrella fugaz.
Entonces, ¿qué determina el destino de un libro? ¿El talento de quien lo escribe? ¿El olfato del editor? ¿La maquinaria editorial? ¿La suerte, esa vieja zíngara que reparte cartas con los ojos vendados? Hay una danza de elementos que no siempre se alinean. A veces el libro es bueno, pero el título es torpe. A veces la portada repele en vez de invitar. A veces el autor no tiene tiempo ni ganas de jugar el juego de las redes, de los eventos, de la autopromoción con sonrisa de catálogo.
La historia literaria está llena de esqueletos gloriosos. Emily Dickinson, por ejemplo, que escribió como si la inmensidad le hablara al oído, murió sin saber que un día su poesía cruzaría océanos. Kafka, que quería quemar sus manuscritos, tuvo la mala suerte —o la buena— de tener un amigo desobediente. Juan Rulfo escribió dos libros y se calló para siempre, y sin embargo, cada tanto, alguien lo descubre como quien halla una piedra sagrada en el desierto.
No, no basta con escribir un buen libro. Pero es necesario. Es el punto de partida, el acto de fe, el mensaje en la botella. Lo demás —el lector, el tiempo, el azar, la moda, el algoritmo, el milagro— vendrá o no vendrá. Lo único que puede hacer el escritor es lanzar su palabra al mundo, con la esperanza de que alguien, en alguna parte, tenga la oreja afilada y el corazón dispuesto.
Porque escribir es bailar con la sombra. Y a veces, sólo a veces, la sombra baila contigo.
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Alejandro Palma.
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