Tal vez no sea tan complicado, después de todo.
Debajo de los pronombres, los síntomas, los conflictos, los diagnósticos, las redes y los discursos, todos los humanos parecemos querer lo mismo:
una vida un poco mejor.
No una vida perfecta.
No una vida sin errores.
Una vida que duela menos, que sea habitable, que no se sienta ajena.
La historia cambia, la moda cambia, el lenguaje cambia.
Pero si uno raspa un poco las capas del presente, siempre aparece el mismo deseo:
comer sin miedo, dormir sin ansiedad, amar sin sentirse ridículo,
y saber, al menos por un rato, quién se es.
Cada cultura lo traduce a su manera.
Unos lo llaman paz. Otros, éxito. Otros, salud. Otros, libertad.
Para algunos es familia. Para otros, independencia.
En algunos lugares basta con sobrevivir. En otros, se necesita destacar.
Pero la raíz es común:
queremos vivir mejor.
Ese “mejor” tiene forma de muchas cosas:
– Un plato caliente.
– Una voz que escucha.
– Un espacio sin amenaza.
– Un cuerpo sin vergüenza.
– Un nombre que alguien pronuncie con ternura.
Y si hay algo que no cambia, es que nadie quiere sentirse invisible.
Ni descartado. Ni olvidado.
Ni atrapado en una vida sin sentido.
Ahí entran la memoria, la identidad, el reconocimiento.
No como lujos, sino como partes fundamentales del abrigo humano.
Nadie puede vivir completamente sin pasado, sin espejo, sin pertenencia.
Pero algo pasó en los últimos años.
El deseo de vivir mejor se volvió industria.
Y el camino hacia ese “mejor” se llenó de aplicaciones, tutoriales, mandatos y etiquetas.
El bienestar se volvió performático.
Y lo que antes era una búsqueda genuina, hoy a veces es competencia.
La paradoja es feroz:
Queremos paz, pero corremos.
Queremos comunidad, pero nos medimos.
Queremos identidad, pero la transformamos cada semana para no quedar atrás.
Y mientras tanto, en la escuela, en la calle, en el teléfono,
hay miles de jóvenes buscando lo mismo que sus abuelos, aunque no lo digan con las mismas palabras:
una vida que duela menos, que tenga sentido, que no sea tan solitaria.
Tal vez lo que falta no es teoría.
Falta tiempo para escuchar ese deseo.
Falta un poco de silencio entre tanto estímulo.
Falta una pausa sin castigo.
Un docente, un amigo, un adulto que no pida rendimiento, sino presencia.
Porque antes que todo —antes que la carrera, el diploma, la identidad—
hay una pregunta muda, que sigue intacta desde hace siglos:
¿Puedo vivir mejor acá, ahora, siendo quien soy?
Si no sabemos responderla, nada de lo demás importa tanto.
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Alejandro Palma
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