Siempre me gustaron los jardines que no se ven desde la calle. Esos que uno encuentra por casualidad, cuando el portón queda mal cerrado o un gato se mete y hay que ir a buscarlo. No esos otros, los que se alzan como vitrinas, con flores tan perfectamente alineadas que parecen pedir disculpas por estar vivas.
El mío es un jardín pequeño. Tiene pasto con parches calvos, dos macetas rescatadas de la vereda de una casa abandonada y flores que no florecen cuando una las espera. Me gusta pensar que hay otros jardines parecidos, escondidos entre los grandes: los que tienen luces, fuentes, pájaros entrenados para cantar a las visitas.
Algunos cultivan para los ojos del otro. Cada flor, cada piedra pintada, cada rincón con banco de madera y frase inspiradora. A veces con flores y pasto sintético. Jardines que no se pisan: se recorren como si uno estuviera en un catálogo. Uno entra, deja una mirada, tal vez un me gusta en forma de pisada suave, y se va. Esos jardines no están hechos para quedarse. Son para ser vistos, no para ver.
Otros —pocos, lentos, fuera de moda— cultivan para sí y para quien llegue. Sin citas previas, sin saber cuántos visitantes hubo el mes pasado. Les da igual si nadie viene hoy, si nadie viene nunca. No es tristeza, es otra cosa. Es ese silencio entre la semilla y la flor.
A veces pienso que las redes sociales son una ciudad llena de jardines. Algunos abiertos, otros alambrados. Algunos con música alta y otros con sillas vacías. Algunos como escaparates: perfectos, rotativos, agotadores. Otros como refugios: torpes, con musgo y sombra, pero con una cierta dignidad vegetal que no necesita testigos.
Y me pregunto: ¿para qué estoy plantando yo? ¿Para que vengan? ¿Para que miren? ¿Para que se queden? ¿O solo para que algo crezca mientras pasa el tiempo?
Cultivar algo bello, siempre es bueno.
Tal vez cultivar un jardín sea la forma más honesta de sostener un silencio. O de llenarlo.
De pasar el tiempo y disfrutarlo en el proceso.
Cultivar algo sin esperar nada a cambio también es una forma de resistencia. No una grande, de esas que salen en los diarios. Una resistencia mínima, íntima, a la velocidad, a la inmediatez, al infame, maravilloso, omnipresente algoritmo, al miedo de no ser visto.
El jardín no pide resultados. Pide presencia. Agua cuando hace calor. Silencio cuando florece. Tiempo. Ese viejo lujo.
Tal vez, al final, cultivar sea solo eso: quedarse, aunque nadie mire.
Porque los polinizadores, las aves, las mariposas, eventualmente llegarán si tu jardín tiene flores de verdad.
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Alejandro Palma
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