Cada uno pierde el tiempo como quiere
Mi abuela decía eso con una sabiduría casi indiferente, mientras acomodaba las pantuflas frente a la estufa y dejaba que la novela la tragara durante horas. Inviernos enteros viendo cómo otros vivían, lloraban o se besaban con música de fondo.
Y uno ahí, al lado, sin entender si era perder el tiempo o si más bien se trataba de otra forma de estar en el mundo.
Ahora veo a la gente haciendo scroll como si de eso dependiera algo. Publican, comentan, dan like, suben un video más. Tres al día, cada día. No hay domingos. Algunos lo hacen por trabajo —y eso tiene sentido, vivir de la imagen, del contenido, de ese reflejo de uno mismo que ya no es uno.
Pero hay otros que no.
Y entonces me pregunto:
¿por qué?
¿para qué?
Quizás sea una forma de decir:
mirame.
Estoy acá.
Existo.
Hay algo del amor en eso.
Sí, amor. Aunque suene raro.
Porque cuando uno ve al otro de verdad, no solo lo mira: lo reconoce.
Y reconocer a alguien —verlo, sin apurarse, sin pedirle nada— es una forma de quererlo.
En ese sentido, las redes sociales podrían ser una forma de amor. Amor más difuso, más ruidoso, más frágil. A veces, incluso, más real de lo que quisiéramos admitir.
Pero no sé.
Quizás todo eso sea también una ilusión. Un mecanismo para no sentirnos solos.
O para sentirnos solos juntos.
Lo único que sé —lo único que me sigue sonando, como una cucharita que cae en la loza— es la frase de mi abuela.
Cada uno pierde el tiempo como quiere.
(O no)
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Alejandro Palma
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