Título: Estrella Solitaria
Un cuento de Alejandro Palma sobre el amor, la memoria y los caminos no recorridos.
Introducción del autor:
A veces escribimos para recordar, otras para olvidar. Este cuento nació de una mezcla de ambas pulsiones: una exploración íntima del amor perdido y de esa fantasía que todos hemos tenido alguna vez —¿y si pudiera cambiar lo que pasó? Ambientado en el norte de Chile, Estrella Solitaria es una historia sobre el tiempo, los rituales ocultos y las consecuencias de cruzar al otro lado de lo posible.
Espero que lo leas con el mismo cuidado con que uno mira una estrella fugaz: sin saber si es un deseo o un presagio.
A continuación el cuento completo:
Estrella Solitaria
(1)
Me alojé en una residencial del centro de La Serena, cerca de “La Recova”, conocida por sus restaurantes económicos y artesanías locales. Planeaba quedarme unos días para disfrutar de las festividades antes de seguir rumbo al Valle de Elqui, famoso por sus cielos despejados, paisajes únicos y su aura espiritual, que algunos comparan con el Tíbet.
Pero no era el paisaje lo que me atraía, sino los misterios. Había oído hablar de avistamientos, de contactos con el más allá. Yo tenía una razón más íntima para ir: quería contactar con Beatriz, mi amor. Había muerto hacía años, dejándome con un silencio que ningún viaje había logrado llenar.
La residencial estaba en un sector de arquitectura colonial bien conservada. Fachadas que aún conservaban la belleza del pasado. Esos muros amplios, los patios interiores, los ventanales alargados: todo sugería otra época. Mi habitación daba a un patio central con un árbol cuyas flores, pequeñas campanas rojas, atraían a los picaflores al amanecer. Un lugar perfecto para el calor y la nostalgia.
No vine por la playa. Aunque Beatriz y yo siempre veíamos los atardeceres.
Con Beatriz solíamos hacerlo. Siempre veíamos los atardeceres frente al mar. Ella insistía en quedarse hasta que el último hilo de luz desapareciera. Decía que los colores del cielo eran como promesas: fugaces, pero verdaderas. Una vez discutimos por el clima —yo quería volver, ella se quedó bajo la llovizna. Se resfrió, pero se rió toda la semana. Así era ella. Terca, luminosa. Viva
(2)
Septiembre en Coquimbo es un mes vibrante, sobre todo durante la Pampilla, esa fiesta enorme que celebra la independencia del país. Fue una de las razones para quedarme unos días antes de seguir al Valle.
Aquella mañana, salí a caminar. Las casas lucían banderas. Frente a la residencial, vi a Don Roberto —un hombre mayor, con boina marrón, calvo y cordial— izando una bandera en el mástil. Me detuve a observarlo. Había algo solemne en su gesto. Pero lo que realmente me llamó la atención fue la estrella en la bandera: estaba inclinada, con una punta apuntando a una esquina, no hacia arriba.
Le pregunté por esa diferencia. Sonrió, como si esperara la pregunta, y dijo que era un detalle que pocos notaban. Me explicó que esa era la bandera oficial antes de 1854. Tenía una original y otra aún más rara, además de un libro antiguo que, según él, guardaba una historia que pocos conocían.
Me invitó a seguirlo al interior. Dudé. No por miedo, sino porque no me apetecía una charla histórica improvisada. Pero recordé que a Beatriz le fascinaban los libros antiguos. Y eso bastó.
(3)
Esperé en el patio interior mientras Don Roberto subía por una escalera angosta. El sol caía sesgado, y el aire olía a tierra y flores secas. Estuve a punto de irme, pero bajó justo a tiempo, con dos banderas dobladas bajo el brazo y una sonrisa que ya parecía parte de su rostro.
Desplegó una. Era antigua, desgastada, pero reconocible. Con una diferencia: en lugar de una estrella solitaria, había tres, formando un triángulo. Me preguntó si la había visto antes. Negué. Beatriz habría sabido algo.
“La otra es aún más rara”, dijo, y extendió la segunda bandera: una estrella única, pero inclinada. “Esta es original. La de afuera, la hice yo mismo.”
No vi más diferencias, pero él no parecía decepcionado. Dobló ambas con cuidado, casi con devoción, y me invitó a tomar un café. En la cocina, mientras hervía el agua, dijo que esas banderas podrían estar en un museo, pero el destino las había puesto en sus manos. Igual que el libro.
“El libro antiguo?”, pregunté. Él solo asintió, con esa sonrisa que ya era una especie de acertijo.
(4)
Cuando por fin lo mencionó directamente, sentí que algo se abría. No solo mi curiosidad. Algo más profundo.
“¿Qué entiendes por irreversibilidad del pasado?”, me preguntó, y esa frase encendió una chispa en mí.
Le dije que el tiempo es lineal. Que si uno viaja al pasado y cambia algo, no regresa al mismo lugar: crea una nueva línea, una nueva realidad. Un multiverso. No es regresar, sino crear otro presente, un nuevo todo.
“Entonces, ¿de qué sirve ir atrás y matar a Hitler, si en tu universo todo sigue igual?”, me preguntó.
“Sirve si decides quedarte allí”, le dije. “Sería otro tú el que vive esa vida.”
Él se quedó en silencio un momento. Luego me hizo una seña. Lo seguí por un pasillo hasta una puerta al fondo, que daba a una escalera que descendía. Bajamos al sótano.
Allí, bajo una tenue luz, había un altar con una estrella tallada en el centro. Sobre él, un libro cerrado, con tapas oscuras. En la portada, una estrella solitaria.
Me indicó que lo abriera.
Las páginas parecían multiplicarse, como un mar. Intenté leer, pero las palabras se deslizaban como agua entre los dedos. Las letras estaban allí, pero no podía aferrarme a ellas. Era como si mi mente resbalara en un lenguaje que no quería ser leído.
“Hace un rato te pregunté por la irreversibilidad del pasado,” dijo. “¿Qué pensarías si te dijera que puede revertirse… por un instante?”
Lo miré. ¿Era posible? Tan posible como lo era ese libro ilegible.
“Si pudieras cambiar algo —dijo—, ¿qué sería?”
“No lo dudo. Salvaría a Beatriz.”
“¿Aunque no pudieras volver? ¿Aunque otro tú viviera esa vida y tú solo pudieras observar?”
“Asumiría el precio.”
Entonces explicó el ritual. Dos gotas de sangre: una sobre la estrella del altar, otra sobre la del libro. Las banderas —la de las tres estrellas y la inclinada— a cada lado. Catalizadores del cambio.
Temblaban mis manos. El cuchillo pesaba. Apreté los dientes. Susurré su nombre... Y corté.
Derramé la sangre. El libro comenzó a latir como si algo dentro despertara. Las páginas se agitaron, retrocediendo, avanzando. Un tiempo que no era tiempo.
Pensé en Beatriz. En el momento de su muerte. En evitarlo.
No crucé físicamente. Era como si una ventana se abriera ante mí, en el libro, en mi mente, pero yo permanecía de este lado.
Vi un campo abierto. La hierba tibia bajo los pies.
Vi a ese otro yo. No sabía que yo lo miraba. Tenía su mano en la cintura de Beatriz. Reían. Y yo... yo solo podía mirar, desde un tiempo que no era mío.
Ella lo miraba. Creo que pude oír su voz decir: “No tengas miedo. A veces, los que aman no cambian el mundo, pero lo miran de otra forma.”
Y lo besaba como si fuera a mí mismo.
Y estaba viva.
Vi el país: Chile, desde el mar a la cordillera.
Y vi que había una versión de mí que vivía con ella. Que el país era otro. Que el futuro podía ser distinto.
Beatriz murió un 11 de septiembre de 1973, por una bala perdida, el día de intento de golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende. Intento que fracasó, y dio paso al florecimiento de un Chile solidario, con tecnologías limpias y una paz sostenida en democracia.
Pero en esta nueva línea, la bala no la alcanzaba.
No a ella, todavía.
Y la historia cambiaba.
Al principio, me embriagué de esperanza. Beatriz vivía. Yo también, aunque fuera otro yo.
Y yo leía.
Así pasó esa mañana.
Leí sobre Allende en La Moneda, con la banda presidencial. Pero algo en el relato no calzaba. Las palabras comenzaron a cambiar.
Entonces llegó la tarde.
Y yo leí más…
Algo se congeló. Se oyó un disparo.
Esa bala, que en un mundo alcanzó a Beatriz, en otro lo hizo a él.
Esta vez, el golpe había triunfado. Allende cayó en La Moneda en las primeras horas de la tarde. El país se sumía en la violencia.
No tardaron en comenzar.
Miles de desaparecidos. Torturas. El horror amplificado hacia toda América Latina.
¿Ese era el precio de salvar a Beatriz?
Yo era el único que lo sabía.
Y no podía intervenir.
Solo mirar.
Leer.
Ser testigo.
(5)
No pude seguir leyendo más de un par de días.
Las muertes, las voces acalladas, la sangre… caían sobre mi conciencia como una lluvia que no se puede detener.
Pensé, ingenuamente, que el precio por salvar a Beatriz sería menor.
Y una nueva pregunta me consumía, aunque ya era tarde:
¿Sobrevivirían Beatriz y ese otro yo a lo que había comenzado?
Esa noche entendí que incluso el amor más puro puede ser egoísta.
Que hasta el deseo más noble puede desatar el horror.
Volví a buscar a don Roberto, pero la residencial estaba cerrada y vacía.
Nadie lo recordaba.
Quizá nunca estuvo allí para alojar gente. Solo para guiar a los que buscan lo que no deben.
Recordé una hoja del libro, chamuscada, con mi nombre escrito a mano.
Esa misma tarde, dejé la ciudad.
No volví a pensar en Beatriz. Ni en ese otro mundo.
Solo puedo pedir perdón.
Porque este, el mundo que habita estas palabras, es fruto de mi decisión.
Soy la estrella solitaria.
No guía. Solo observa.
Y ahora recuerda: una vida, una bandera que ya nadie ondea.
Y ya no hay regreso.
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📝 ¿Te gustaría conocer más sobre el trasfondo de este cuento, su estructura y simbolismo?
Lee aquí una reseña breve y análisis del relato:
👉 Claves de Estrella Solitaria: reseña y análisis crítico
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