¿Por qué autopublicar?
No sé si fue un gesto romántico o simplemente la necesidad de ver en papel eso que había ido escribiendo a lo largo de los años —borradores, intentos, escenas sueltas que resistían el paso del tiempo y el olvido—, pero hubo un momento en que quise que existieran físicamente. Que pudieran sostenerse en las manos, regalarse a un amigo, o leerse en voz alta en una tarde con mate de por medio.
Entonces autopubliqué. Para darle vida a letras que de otro modo seguirían dormidas en carpetas digitales. Elegí los textos que me parecieron más honestos, más míos, escritos entre 1993 y 2020. Y los dejé en una plataforma conocida, mandé a imprimir, sin pensar demasiado en grandes audiencias ni lectores que no conocieran mi nombre. Era más bien un acto íntimo, casi doméstico.
Después de todo, está ese viejo mantra: plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro. Aunque nadie dijo qué hacer con el libro una vez escrito. Guardarlo bajo la cama o dejarlo volar. Yo opté por lo segundo.
¿Son buenos libros?
Todos comenzaron con los errores de siempre: repeticiones, estructuras que se doblaban sobre sí mismas, emoción explicada en lugar de mostrada. Pero también encontré en ellos algo que valía la pena salvar: una prosa fluida, atmósferas construidas con detalle y personajes que no eran simples nombres, sino gente con conflictos que pesaban y no se olvidan con facilidad.
Trabajé en una primera edición sincera. Sin disfraz ni maquillaje. Y los lectores, que sabemos que leen sin piedad pero con cariño, coincidieron en que había una voz propia, un estilo que empezaba a reconocerse a sí mismo. Hablaron de ritmo, de tono, de una sensibilidad que no buscaba lucirse. Y, lo que más me gustó, de emoción sin clichés. Eso, creo, es lo más difícil de lograr.
Lo demás —las comas, los cortes, el ajuste final— puede conseguirse con un buen equipo editorial. O con tiempo. O con errores y nuevas correcciones. En lo personal, creo que los libros están bien: cuentan lo que querían contar, no decepcionan, y si llegan al lector adecuado, quizás incluso lo acompañen.
¿Qué aprendí del proceso de autopublicar?
Primero, que autopublicar es simplemente decir: “voy a sacar este libro al mundo sin esperar que alguien me lo autorice”. Es un salto sin red editorial, pero con libertad plena.
Uno pone el trabajo, el dinero y las ganas. Y también el control: decides el precio, el formato, la portada, y sabes exactamente cuántos ejemplares se han vendido sin pasar por laberintos de intermediarios.
Escribes lo que quieres, sin mirar por encima del hombro si el mercado aprueba o no. Nadie te dice que un elfo melancólico no es “comercial”, o que deberías cambiar el final porque “no impacta lo suficiente”.
Claro que las editoriales siguen teniendo lo suyo. Sobre todo si son grandes: distribución asegurada, visibilidad, lectores que confían en su catálogo. Y eso pesa, es cierto.
Pero autopublicar es una forma de empezar, de compartir, de asumir el oficio con humildad y convicción. Sin esperar el permiso de nadie.
Sobre mis libros en autopublicación
Empecé por la poesía —porque uno siempre empieza por ahí, como quien aprende a caminar en la cuerda floja—. Después vinieron los cuentos: misterio, fantasía sutil, algo de lo cotidiano con grietas. Y una novela corta de distopía, porque también me interesa imaginar mundos que se deshacen un poco antes que el nuestro.
Hay más, pero siguen esperando su turno para salir del catálogo de primer borrador. Así que, por ahora —y quién puede saber si habrá tiempo para editar otros más adelante— solo tres libros.
Dejarlos disponibles es una forma de tender puentes. Si alguien encuentra en ellos algo que le haga compañía, ya valió la pena.
En próximas entradas compartiré algunos de esos textos.
Saludos y gracias por leer,
Alejandro
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