Título: Insomnio
Un cuento de Alejandro Palma sobre la obsesión por lo efímero y lo intangible: el paso del tiempo, el sueño y la vigilia.
Introducción del autor:
Mi intención fue capturar esa sensación de inquietud que nos envuelve cuando estamos al borde de un sueño profundo y la realidad parece desdibujarse, mezclando lo cotidiano con lo misterioso. Quise jugar con el simbolismo del agua y el sonido constante, elementos que representan tanto la calma como la amenaza latente, para crear una atmósfera que atrape al lector y lo lleve a un espacio donde el tiempo se detiene y todo parece posible.
No buscaba contar un relato tradicional con una trama clara o un desenlace cerrado, sino más bien invitar al lector a sumergirse en una atmósfera cargada de simbolismo y sensaciones. Espero que Insomnio invite a cada lector a perderse en ese espacio entre la realidad y el sueño, y a descubrir en esa frontera sus propias inquietudes y misterios profundos y universales: la soledad, la ansiedad, la memoria.
A continuación el cuento completo:
Insomnio
Alejandro Palma
Parecía imposible estar tan bien. Solo, acostado de espaldas en una habitación amplia, escuchando un cuarteto donde una trompeta melancólica parecía tocarle directamente al alma. Leer antes de dormir era parte de su rutina. Aquel verano había sido tranquilo, y el otoño se le aparecía como una suave extensión de días soleados y noches tibias. El silencio de la casona colonial apenas era interrumpido por la brisa o el roce ocasional de alguna rama en los ventanales.
Con el avance del otoño, las noches se hicieron más largas, más densas. Y en la más larga de todas, sin que aún llegaran las lluvias, comenzó el invierno. Él esperaba ese momento: observar el cielo desgajarse sobre el río Calle Calle, mientras adentro reinaba el calor. Pero no llovía. La espera lo intrigaba, sin saber por qué.
La primera lluvia llegó una noche, mientras dormía. Lo despertó un tac-tac leve y persistente, como proveniente de un sueño anterior, de un recuerdo lejano. Se sentó en la cama, alerta, tratando de ubicar el sonido. Pero solo quedaba la lluvia, golpeando el tejado. El resto era silencio.
Llovió durante dos días. Miraba por los ventanales como quien ve llover adentro. La tercera tarde, el sol se coló entre las nubes, regalando un arcoíris perfecto. Esa noche, el silencio volvió. Pero también el sonido: ese tac-tac, en medio del sueño, como un péndulo oscilando entre lo onírico y lo real. Se repetía. Cada noche. Siempre en la frontera entre la vigilia y el sueño. Luego despertaba. Y después, el silencio. Un silencio espeso, que duraba hasta el amanecer. Solo entonces lograba un descanso liviano, más parecido al desmayo que al sueño.
Semanas después, en una noche sin luna, cayó dormido y soñó que se encontraba frente a la biblioteca, buscando un libro. Un volumen encuadernado en cuero húmedo, de hojas arrugadas, llamó su atención. Estiró la mano. Despertó.
Esta vez, el sonido seguía. Claro. Innegable. Una gota cayendo a intervalos regulares. Tac. Tac. Tac.
Localizó el origen: el entretecho, justo sobre su habitación. Pensó en una gotera, por fin. Se levantó ilusionado, esperando ver la lluvia, pero el cielo estaba despejado, tachonado de estrellas. No había luna. No había nubes. Y sin embargo, la gota seguía cayendo.
Volvió a la cama. Cerró los ojos. El sonido parecía crecer dentro de él, como si golpeara su cabeza desde adentro. Al amanecer, el goteo cesó. Exhausto, cayó en un sueño profundo. Soñó que caminaba por la casona inundada, el agua hasta la cintura. Un libro flotaba entre el oleaje. Lo alcanzó. Cuando lo sostuvo, comprendió: era de allí, del volumen, que nacía toda el agua.
Despertó cerca del mediodía, mojado, extenuado. Dudó si aquello era sudor. Pero no encontró otra explicación. Se duchó. Trató de dejar el sueño atrás.
El resto del día transcurrió con normalidad. Pero al anochecer, la memoria volvió. Fue a la biblioteca. Buscó el manuscrito en el mismo sitio del sueño. Nada. Recorrió estantes. Nada. Terminó tomando un tomo de Blake, casi por reflejo, y se entregó a la lectura. Cayó dormido después de medianoche.
Soñó con agua. Con goteos que se multiplicaban como ecos hasta llenarlo todo. Despertó con el sonido martillando en el entretecho. Esta vez, no pudo dormir.
A la mañana siguiente, cansado, tomó una linterna y subió por la trampilla que daba al entretecho. El espacio era grande, polvoriento, lleno de telarañas suspendidas como redes de tiempo. Alumbró con cuidado. Hacia el fondo, justo sobre su habitación, vio una mesa de madera con solo tres patas. Sobre ella, una vela derretida y un libro de cuero.
Sintió el golpe del corazón en el pecho. Era el mismo del sueño.
Se acercó. La mesa estaba cubierta de runas que no supo leer, pero que algo en su interior interpretó como una advertencia. “No toques”, pareció decirle el polvo mismo. Aun así, lo hizo. Tocó la mesa. Luego el volumen. Lo abrió bajo el haz de la linterna. El interior estaba escrito en una caligrafía inclinada, adornada, mezcla de castellano antiguo y latín. Había símbolos que le recordaron a los incas, imágenes similares a grabados del Inferno de Dante. Sentía vértigo, pero también fascinación.
Volvió con el manuscrito. Se sentó a leer en la biblioteca, olvidando el tiempo, el hambre, la lluvia que no había. Solo existía el libro. Tomó apuntes. Intentó traducir. Sentía que algo enorme dormía bajo esas páginas.
Esa noche no durmió. Pero por primera vez no le importó.
Al amanecer, vencido por el cansancio, se quedó dormido. Volvió a soñar con agua. Con el libro manando corrientes. La casa se llenaba. El agua subía, empapaba cuadros, borraba letras, apagaba la luz. Luchaba por salir. Nadaba. Golpeaba puertas que no cedían. Tocaba el cielo del cuarto con la punta de los labios. Inspiraba una última vez.
Oscuridad.
Intentó despertar. No pudo. Sintió los pulmones estallar mientras el agua le entraba, lenta, implacable.
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El amanecer lo encontró acostado, el libro contra el pecho, las páginas arrugadas, la ropa mojada. Una línea de agua aún bajaba desde la comisura de su boca. Los ojos abiertos, sin vida. Fijos. Como si aún observaran el goteo lento de otro mundo.
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