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6 poemas de Alejandro Palma sobre lo cotidiano

Poemas del libro "Poesía para recordar que aún seguimos vivos" de Alejandro Palma.


Cotidianidad, memoria y ternura: la poesía como resistencia y verdad íntima

Estos seis poemas de Alejandro Palma conforman una pequeña constelación de temas y tonos donde lo cotidiano se eleva, la memoria duele con dulzura, y el tiempo —ese animal persistente— deja sus huellas en el cuerpo, la casa y los gestos mínimos. Son poemas que hablan bajito, pero permanecen.


📌 Resumen general de los poemas

  1. Poema para las cosas que no dijimos:
    Un poema sobre el peso de lo no dicho, de las palabras guardadas que con el tiempo se convierten en verdad silenciada. Es una invitación a hablar, aunque sea tarde, aunque sea en silencio, por dignidad emocional.

  2. Poema frente al espejo:
    Reflexión íntima sobre los primeros signos del paso del tiempo en el cuerpo. Más que lamentar el envejecimiento, el poema encuentra nobleza en lo vivido y una serena aceptación de la imperfección.

  3. Poema del amor que se queda:
    Una celebración del amor cotidiano, sin dramatismos ni gestos grandilocuentes. Ese amor que persiste, que conoce y se queda, que habita la rutina y la transforma en un hogar.

  4. Poema sobre la insistencia de la rutina:
    Una mirada ácida y lúcida sobre las labores domésticas, los aparatos modernos y la frustración persistente de lo repetitivo. Hay ironía, pero también humanidad en ese “jugar ajedrez con un gato”.

  5. Poema del barrido matinal:
    Una pieza política disfrazada de crónica doméstica. Barrer la calle se transforma en un acto de resistencia, de afirmación, de poesía no reconocida. Cada colilla y papel son parte de un paisaje emocional y cívico.

  6. Poema sobre la casa en la tarde:
    Una escena detenida en el tiempo. La tarde, la casa, el libro, el juego de las niñas: todo configura un instante de verdad esencial. Es el poema más contemplativo y quizás el más tierno del conjunto.


6 poemas del libro "Poemas para recordar que aún seguimos vivos" de Alejandro Palma


Poema para las cosas que no dijimos

 

Hay palabras que uno guarda

como cartas no enviadas,

dobladas en un rincón del alma

que ya nadie visita.

 

No es que no quisimos decirlas,

es que no supimos cómo,

o cuándo,

o si todavía estaban a tiempo.

 

Y así pasan los años,

como trenes que uno ve alejarse

desde un andén sin nombre.

 

Llevan dentro los abrazos que no dimos,

las disculpas murmuradas al techo,

las verdades que callamos

para que el amor no se asuste.

 

Pero un día,

sin aviso,

esas palabras vuelven.

Nos miran desde el fondo de una canción,

nos despiertan en mitad de una noche sin luna,

nos exigen que les demos voz,

aunque ya no haya quién las escuche.

 

Y entonces entendemos:

que no se trata de que nos perdonen,

ni siquiera de ser entendidos.

Se trata de no traicionarnos más.

 

Decir, aunque sea tarde.

Escribir, aunque nadie lea.

Llorar, aunque no haya hombro.

Porque algunas verdades

no están hechas para los otros,

sino para uno mismo.

 

Y si aún hay tiempo —y siempre hay un poco—,

entonces digamos.

Aunque sea con los ojos.

Aunque sea con un gesto.

Aunque sea en silencio.




Poema frente al espejo

 

Un día el cuerpo se vuelve noticia.

No escándalo, no gloria,

sólo una novedad leve y triste:

la arruga que no estaba,

el gesto que ahora cuesta,

la forma en que el cansancio o el dolor llega

y no se va del todo.

 

No se trata de envejecer,

no todavía.

Se trata de esa sospecha tibia

de que el tiempo nos ha estado hablando

desde hace rato,

y recién ahora empezamos a escuchar.

 

Uno se mira al espejo

como quien relee una carta escrita por otro.

La frente no es la misma,

la mirada tiene sombras,

la sonrisa tarda un segundo más en llegar.

 

Pero —y esto lo aprendí hace poco—

no todo es pérdida.

Hay una nobleza

en este cuerpo que ha sostenido tanto.

En estas manos que han abrazado,

en estas piernas que han ido y vuelto

de tantos viajes,

y también de algunos errores.

 

No somos jóvenes, no.

Pero somos más ciertos.

Más humanos.

Más capaces de decir “no sé”

sin vergüenza.

 

Y si el espejo insiste en mostrarnos lo que cambia,

respondámosle con lo que queda:

la risa que aún brota,

las ganas de seguir,

la calma de saberse

imperfecto,

pero aquí.




Poema del amor que se queda

 

El amor no siempre llega con fuegos artificiales,

a veces entra descalzo,

no pregunta,

se sienta en el sillón de siempre

y te alcanza una taza sin mirarte.

 

No es el amor de las películas,

ni el que tiene banda sonora.

Es el que sabe cómo te gusta el café,

el que te escucha bostezar

y no te pide que sonrías.

 

Amar no es prometer,

es quedarse cuando uno ya no tiene nada que decir

pero igual se queda.

 

Es volver con pan.

Es respetar el silencio.

Es reírse bajito de los mismos chistes a veces malos,

una y otra vez.

 

El amor real no deslumbra,

pero ilumina.

Como una lámpara cálida

en medio de un pasillo largo.



Poema sobre la insistencia de la rutina.

 

Otro día,

y el polvo que no sabe de treguas:

se sube a los estantes,

baja a las mesas y mete en la comisura del sofá,

se deposita aquí y allá

como el verdadero dueño de la casa.

 

La loza repite su mantra de platos,

la ropa su letanía de ciclos y pinzas.

La casa —esa bestia domesticada—

exige su cuota de vida para no desmoronarse.

 

 

Por suerte, llegan los dioses de plástico y sensores,

aspiradoras que navegan como carabelas

entre las patas de la silla,

las lavadoras que giran el tedio

en espirales de jabón.

 

 

Pero ¿cuándo llegará

el androide que tienda las sábanas con amor de madre,

que doble la toalla como un poema japonés,

que guarde la camisa justo donde uno la busca

un martes a las 7:43 de la mañana?

 

Porque el futuro es ahora,

pero también es después,

y mientras tanto,

el cansancio pone sus nudos en el cuello,

y el hastío abre la heladera sin saber qué busca.

 

Se juega a vivir

como quien juega ajedrez

con un gato:

mueves una pieza, él la tira al piso.

 

Lavas, comes, lees, duermes,

y todo vuelve como el loop de una canción pegajosa

que olvidaste poner en pausa.



Poema del barrido matinal

 

Hoy, como todos los días,

salgo a barrer la calle.

No por deporte, no por devoción zen,

sino porque el pavimento

amaneció otra vez con resaca.

 

Colillas de cigarros cuentan historias

de labios ajenos y pulmones comprometidos,

envoltorios de alfajores que ya no tienen

nada dulce,

y papeles que no son poéticos,

ni siquiera administrativos:

solo basura con vocación de eternidad.

 

La caca de perro es la firma diaria

de un can anónimo

cuyo dueño probablemente se indigna

por el estado del país,

pero no recoge el testimonio marrón

de su criatura patriótica.

 

Otras veces la levanta,

la envuelve en una bolsa

y me la deja en la puerta,

como un regalo absurdo.

 

Barro, barro,

como si tuviera escoba mágica,

como si de fondo sonara una canción.

Algún vecino pasa y me ve otra vez barriendo

y quizá piensa:

“otra vez el del escobillón”.

 

No sabe que esto no es higiene,

es resistencia.

Que cada barrido es un acto político,

un poema no publicado,

un “buenos días” al caos.

 

Y así sigo,

cada mañana,

haciendo patria con una escoba de madera,

hasta que un día me levante,

y no haya nada que barrer.

Ese día, tal vez,

empiece a preocuparme de verdad.

 


Poema sobre la casa en la tarde

 

Cada tarde es una estación,

una jornada sin relojes,

un tiempo de luces y sombras

sobre las murallas, los pisos,

las ventanas abiertas

y sus ecos suavemente deshabitados.

 

El libro abierto

parece un mapa sin viaje,

pero cada palabra,

cada página

te lleva a un lugar que conoces

sin saberlo.

 

Afuera, el viento murmura suave,

mueve las hojas del ciruelo y la menta,

pero adentro,

en el rincón donde te sientas,

el mundo está detenido

y el tiempo se vuelve

tan pequeño y liviano como el polvo

que cubre el marco de la ventana.

 

¿Qué puede haber más verdadero

que este instante?

Ni los minutos, ni la prisa,

ni el silencio,

solo tú, solo yo,

y las pequeñas que corren por el patio

en el crepúsculo del día,

con la certeza de que nada más es necesario

para disfrutar y existir.


Esta poesía no busca deslumbrar: busca decir lo que duele, lo que pasa desapercibido, lo que vuelve una y otra vez sin pedir permiso. Es una escritura de lo íntimo sin ser sentimentalista, de lo político sin panfleto, del paso del tiempo sin dramatismo. Cada poema parece surgir de una experiencia reconocible, pero no por ello banal. Al contrario: su fuerza radica en cómo logra elevar lo doméstico, el silencio, el polvo o una taza de café a la categoría de lo trascendente.

Formalmente, hay una preferencia por el verso libre, el tono conversacional y una cadencia que recuerda más al habla pensante que a la retórica poética tradicional. A veces se cuela un humor discreto, otras veces una ternura contenida, pero en todos los casos hay una mirada honesta, casi confesional, que invita a la cercanía.

Podría decirse que estos poemas no son para ser leídos en voz alta en un escenario: son para ser leídos en voz baja, con una taza de té, a la hora en que el mundo se detiene un poco. En ese momento, su resonancia es profunda.


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