Poemas del libro "Poesía para recordar que aún seguimos vivos" de Alejandro Palma.
Cotidianidad, memoria y ternura: la poesía como resistencia y verdad íntima
Estos seis poemas de Alejandro Palma conforman una pequeña constelación de temas y tonos donde lo cotidiano se eleva, la memoria duele con dulzura, y el tiempo —ese animal persistente— deja sus huellas en el cuerpo, la casa y los gestos mínimos. Son poemas que hablan bajito, pero permanecen.
📌 Resumen general de los poemas
Poema para las cosas que no dijimos:
Un poema sobre el peso de lo no dicho, de las palabras guardadas que con el tiempo se convierten en verdad silenciada. Es una invitación a hablar, aunque sea tarde, aunque sea en silencio, por dignidad emocional.Poema frente al espejo:
Reflexión íntima sobre los primeros signos del paso del tiempo en el cuerpo. Más que lamentar el envejecimiento, el poema encuentra nobleza en lo vivido y una serena aceptación de la imperfección.Poema del amor que se queda:
Una celebración del amor cotidiano, sin dramatismos ni gestos grandilocuentes. Ese amor que persiste, que conoce y se queda, que habita la rutina y la transforma en un hogar.Poema sobre la insistencia de la rutina:
Una mirada ácida y lúcida sobre las labores domésticas, los aparatos modernos y la frustración persistente de lo repetitivo. Hay ironía, pero también humanidad en ese “jugar ajedrez con un gato”.Poema del barrido matinal:
Una pieza política disfrazada de crónica doméstica. Barrer la calle se transforma en un acto de resistencia, de afirmación, de poesía no reconocida. Cada colilla y papel son parte de un paisaje emocional y cívico.Poema sobre la casa en la tarde:
Una escena detenida en el tiempo. La tarde, la casa, el libro, el juego de las niñas: todo configura un instante de verdad esencial. Es el poema más contemplativo y quizás el más tierno del conjunto.
6 poemas del libro "Poemas para recordar que aún seguimos vivos" de Alejandro Palma
Poema para las cosas que no dijimos
Hay palabras que uno guarda
como cartas no enviadas,
dobladas en un rincón del alma
que ya nadie visita.
No es que no quisimos decirlas,
es que no supimos cómo,
o cuándo,
o si todavía estaban a tiempo.
Y así pasan los años,
como trenes que uno ve alejarse
desde un andén sin nombre.
Llevan dentro los abrazos que no dimos,
las disculpas murmuradas al techo,
las verdades que callamos
para que el amor no se asuste.
Pero un día,
sin aviso,
esas palabras vuelven.
Nos miran desde el fondo de una canción,
nos despiertan en mitad de una noche sin luna,
nos exigen que les demos voz,
aunque ya no haya quién las escuche.
Y entonces entendemos:
que no se trata de que nos perdonen,
ni siquiera de ser entendidos.
Se trata de no traicionarnos más.
Decir, aunque sea tarde.
Escribir, aunque nadie lea.
Llorar, aunque no haya hombro.
Porque algunas verdades
no están hechas para los otros,
sino para uno mismo.
Y si aún hay tiempo —y siempre hay un poco—,
entonces digamos.
Aunque sea con los ojos.
Aunque sea con un gesto.
Aunque sea en silencio.
Poema frente al espejo
Un día el cuerpo se vuelve noticia.
No escándalo, no gloria,
sólo una novedad leve y triste:
la arruga que no estaba,
el gesto que ahora cuesta,
la forma en que el cansancio o el dolor llega
y no se va del todo.
No se trata de envejecer,
no todavía.
Se trata de esa sospecha tibia
de que el tiempo nos ha estado hablando
desde hace rato,
y recién ahora empezamos a escuchar.
Uno se mira al espejo
como quien relee una carta escrita por otro.
La frente no es la misma,
la mirada tiene sombras,
la sonrisa tarda un segundo más en llegar.
Pero —y esto lo aprendí hace poco—
no todo es pérdida.
Hay una nobleza
en este cuerpo que ha sostenido tanto.
En estas manos que han abrazado,
en estas piernas que han ido y vuelto
de tantos viajes,
y también de algunos errores.
No somos jóvenes, no.
Pero somos más ciertos.
Más humanos.
Más capaces de decir “no sé”
sin vergüenza.
Y si el espejo insiste en mostrarnos lo que cambia,
respondámosle con lo que queda:
la risa que aún brota,
las ganas de seguir,
la calma de saberse
imperfecto,
pero aquí.
Poema del amor que se queda
El amor no siempre llega con fuegos artificiales,
a veces entra descalzo,
no pregunta,
se sienta en el sillón de siempre
y te alcanza una taza sin mirarte.
No es el amor de las películas,
ni el que tiene banda sonora.
Es el que sabe cómo te gusta el café,
el que te escucha bostezar
y no te pide que sonrías.
Amar no es prometer,
es quedarse cuando uno ya no tiene nada que decir
pero igual se queda.
Es volver con pan.
Es respetar el silencio.
Es reírse bajito de los mismos chistes a veces malos,
una y otra vez.
El amor real no deslumbra,
pero ilumina.
Como una lámpara cálida
en medio de un pasillo largo.
Poema sobre la insistencia de la rutina.
Otro día,
y el polvo que no sabe de treguas:
se sube a los estantes,
baja a las mesas y mete en la comisura del sofá,
se deposita aquí y allá
como el verdadero dueño de la casa.
La loza repite su mantra de platos,
la ropa su letanía de ciclos y pinzas.
La casa —esa bestia domesticada—
exige su cuota de vida para no desmoronarse.
Por suerte, llegan los dioses de plástico y sensores,
aspiradoras que navegan como carabelas
entre las patas de la silla,
las lavadoras que giran el tedio
en espirales de jabón.
Pero ¿cuándo llegará
el androide que tienda las sábanas con amor de madre,
que doble la toalla como un poema japonés,
que guarde la camisa justo donde uno la busca
un martes a las 7:43 de la mañana?
Porque el futuro es ahora,
pero también es después,
y mientras tanto,
el cansancio pone sus nudos en el cuello,
y el hastío abre la heladera sin saber qué busca.
Se juega a vivir
como quien juega ajedrez
con un gato:
mueves una pieza, él la tira al piso.
Lavas, comes, lees, duermes,
y todo vuelve como el loop de una canción pegajosa
que olvidaste poner en pausa.
Poema del barrido matinal
Hoy, como todos los días,
salgo a barrer la calle.
No por deporte, no por devoción zen,
sino porque el pavimento
amaneció otra vez con resaca.
Colillas de cigarros cuentan historias
de labios ajenos y pulmones comprometidos,
envoltorios de alfajores que ya no tienen
nada dulce,
y papeles que no son poéticos,
ni siquiera administrativos:
solo basura con vocación de eternidad.
La caca de perro es la firma diaria
de un can anónimo
cuyo dueño probablemente se indigna
por el estado del país,
pero no recoge el testimonio marrón
de su criatura patriótica.
Otras veces la levanta,
la envuelve en una bolsa
y me la deja en la puerta,
como un regalo absurdo.
Barro, barro,
como si tuviera escoba mágica,
como si de fondo sonara una canción.
Algún vecino pasa y me ve otra vez barriendo
y quizá piensa:
“otra vez el del escobillón”.
No sabe que esto no es higiene,
es resistencia.
Que cada barrido es un acto político,
un poema no publicado,
un “buenos días” al caos.
Y así sigo,
cada mañana,
haciendo patria con una escoba de madera,
hasta que un día me levante,
y no haya nada que barrer.
Ese día, tal vez,
empiece a preocuparme de verdad.
Poema sobre la casa en la tarde
Cada tarde es una estación,
una jornada sin relojes,
un tiempo de luces y sombras
sobre las murallas, los pisos,
las ventanas abiertas
y sus ecos suavemente deshabitados.
El libro abierto
parece un mapa sin viaje,
pero cada palabra,
cada página
te lleva a un lugar que conoces
sin saberlo.
Afuera, el viento murmura suave,
mueve las hojas del ciruelo y la menta,
pero adentro,
en el rincón donde te sientas,
el mundo está detenido
y el tiempo se vuelve
tan pequeño y liviano como el polvo
que cubre el marco de la ventana.
¿Qué puede haber más verdadero
que este instante?
Ni los minutos, ni la prisa,
ni el silencio,
solo tú, solo yo,
y las pequeñas que corren por el patio
en el crepúsculo del día,
con la certeza de que nada más es necesario
para disfrutar y existir.
Esta poesía no busca deslumbrar: busca decir lo que duele, lo que pasa desapercibido, lo que vuelve una y otra vez sin pedir permiso. Es una escritura de lo íntimo sin ser sentimentalista, de lo político sin panfleto, del paso del tiempo sin dramatismo. Cada poema parece surgir de una experiencia reconocible, pero no por ello banal. Al contrario: su fuerza radica en cómo logra elevar lo doméstico, el silencio, el polvo o una taza de café a la categoría de lo trascendente.
Formalmente, hay una preferencia por el verso libre, el tono conversacional y una cadencia que recuerda más al habla pensante que a la retórica poética tradicional. A veces se cuela un humor discreto, otras veces una ternura contenida, pero en todos los casos hay una mirada honesta, casi confesional, que invita a la cercanía.
Podría decirse que estos poemas no son para ser leídos en voz alta en un escenario: son para ser leídos en voz baja, con una taza de té, a la hora en que el mundo se detiene un poco. En ese momento, su resonancia es profunda.
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